Ninguna decisión sobre salud mental es apolítica

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Ligia Orellana
08/10/2019

La salud mental es un tema que concierne a todas las personas y sociedades, pero poca gente lo comprende a cabalidad. En El Salvador, popularmente se manejan nociones de síntomas y diagnósticos como estrés, depresión y ansiedad, además de la vaga certeza de que nuestro entorno social influye en nuestra salud mental. Sin embargo, estas ideas todavía desembocan en la caracterización de “enfermos mentales” para explicar nuestros comportamientos como país. Esta caracterización implica, cuando menos, una visión patologizante y condescendiente; los términos “enfermo mental” y “loco” pertenecen más a la psicología pop que al vocabulario actual de expertos en salud mental. Sin ignorar las predisposiciones individuales a desarrollar síntomas o trastornos psicológicos o psiquiátricos, atender la salud mental de una población implica observar, y cuestionar, el contexto social en el que esta se encuentra.

Cada 10 de octubre se celebra el Día Mundial de la Salud Mental, promovido por la Organización Mundial de la Salud. La temática de este año se centra en la prevención del suicidio. En El Salvador, el Banco Mundial reporta que para 2016 la tasa de mortalidad por suicidio fue de 13.7 por cada 100,000 habitantes. Para el período 2010-2017, el Ministerio de Salud reporta un promedio de 205 suicidios por año. Estos números, por supuesto, nada dicen sobre las condiciones personales y sociales que experimenta una persona que atenta contra su vida. Hay que ir más lejos para encontrar, por ejemplo, que un tercio de las salvadoreñas que intentan quitarse la vida son niñas y jóvenes que han sufrido acoso y abuso sexual por parte de familiares, pandilleros u otras personas de su comunidad. Fuera de nuestro país, en India y el norte de Chile, el aumento de muertes por suicidio en campesinos se debe, lejos de un cuadro depresivo endógeno, a las sequías que matan a sus animales y cultivos, y en última instancia, a la indolencia de las autoridades. Estas y otras problemáticas a nivel macro no se resuelven con psicoterapia (la cual, además, es impagable para el grueso de la población en El Salvador).

Esto último no significa que la psicología no tenga nada que aportar; la psicología no solo involucra terapia. Desde su producción académica y trabajo comunal como psicólogo social, Ignacio Martín-Baró dejó claro que ningún acto relativo a la salud mental es apolítico. Ciertamente, ninguna acción y decisión que tomamos, especialmente desde una posición de poder e influencia, es apolítica. Existe amplia evidencia, desde el estudio del bienestar subjetivo, de que las condiciones de un individuo (salud, trabajo, familia, educación, nivel socioeconómico) tienen un impacto importante en su bienestar y calidad de vida. No puede atenderse la salud mental sin atender las condiciones de la vida cotidiana de la población.

Es acá donde las autoridades han jugado y siguen jugando un papel vergonzoso y perjudicial: buena parte de su toma de decisiones y creación de políticas públicas está basada en creencias personales y conveniencias con terceros. Aun las decisiones que el Gobierno de turno presenta como novedosas (en áreas sociales, económicas y de seguridad pública) no se salen del molde del convencionalismo y la tradición autoritaria que caracteriza la rígida mentalidad salvadoreña. Frente a esta mentalidad, la academia y organizaciones civiles generan conocimiento sobre problemáticas sociales, así como lineamientos para abordarlas a mediano y corto plazo. Este conocimiento puede muy bien constituir argumento y evidencia para cambiar el enfoque actual de las políticas públicas. Sin embargo, las condiciones de vida de la población salvadoreña en su conjunto no mejorarán mientras no cambie la gente —y la mentalidad— que lleva las riendas del país.

Todo lo anterior no se refiere a la salud mental, pero es inseparable de ella. Cada ámbito de la vida de una persona en El Salvador está permeado por distintas modalidades de violencia, como víctima, como victimaria, como ambas. El brutal historial de desigualdad, violencia y precariedad del país se manifiesta en nuestro cuerpo, en nuestra vida psíquica, en nuestras relaciones con los demás día a día y a través del tiempo. Con este peso sobre nuestros hombros, mejor ni hablar del 1% del presupuesto general de salud que el Gobierno tradicionalmente asigna a la salud mental. Ni hablar del escaso apoyo institucional a la investigación y a la formación sólida de pregrado y posgrado para profesiones en salud mental y campos asociados (no todo el quehacer de la psicología se centra en la salud mental). Ni hablar de que psicólogos y psicólogas en el país no cuentan con los recursos y el apoyo que se espera que ofrezcan al resto de la población.

Además de pensar en promover autoestima, resiliencia, empoderamiento, urge reconocer el rol de la justicia, la memoria, la equidad en el bienestar personal y colectivo. En el pasado, decir esto fue motivo para asesinar a profesionales de la psicología, incluyendo a Martín-Baró. En el presente, este llamado es ignorado o repudiado. Las consecuencias físicas y mentales de esta desidia nos persiguen todos los días a donde quiera que vayamos. Sirva esta fecha —además de motivo para felicitar a psicólogos y psicólogas— para recordarnos que la promoción de la salud mental implica posicionarse de modo crítico y responsable ante la realidad salvadoreña, y actuar desde esta posición para mejorar nuestras condiciones de vida individuales y compartidas.


* Ligia Orellana, graduada UCA de la Licenciatura en Psicología y doctora en Psicología por la Universidad de Sheffield (Inglaterra). Actualmente trabaja como investigadora social en la Universidad de La Frontera (Chile).

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