No podemos esperar 50 años

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A principios de diciembre de 1989, monseñor Arturo Rivera Damas fue a Roma. Su viaje era necesario porque el Gobierno salvadoreño acusaba al FMLN del asesinato de los jesuitas. La administración Cristiani también culpaba al propio monseñor Rivera y a los jesuitas sobrevivientes de querer hacer política cuando lanzaban fundadas acusaciones sobre la responsabilidad del Gobierno y los militares en la masacre. El papa Juan Pablo II recibió a monseñor Rivera y le dio un amplio apoyo. En ese contexto, el cardenal Silvestrini concelebró junto con el arzobispo salvadoreño una misa por los jesuitas mártires y en solidaridad con el propio monseñor Rivera en una céntrica y amplia iglesia de Roma. Allí el cardenal dijo lo siguiente refiriéndose a los jesuitas asesinados: "Hay que llamarles mártires ya; no podemos esperar 50 años".

Si eso fue dicho de los jesuitas, cómo callar ante la lentitud del proceso de beatificación de monseñor Romero. El tiempo va pasando y el reconocimiento formal del martirio por parte de nuestra Iglesia va demasiado lento. Lo han reconocido como mártir los anglicanos y su efigie aparece con otros, como Martin Luther King, en la fachada de la abadía de Westminster, en Londres. Las Naciones Unidas designaron el 24 de marzo como el Día Internacional del Derecho a la Verdad de las Víctimas, en lo que de hecho es un homenaje de dimensión mundial a monseñor Romero. Y nosotros seguimos con miedo de que alguien lo utilice políticamente o de que su muerte no haya sido por odio a la fe. Por supuesto que ya nadie duda ni se limita a la hora de llamarle mártir públicamente. Pero creo que, con el mismo derecho que el cardenal Silvestrini al hablar de los jesuitas, podemos también los salvadoreños decir sobre la beatificación y canonización de monseñor Romero que "no podemos esperar 50 años".

Monseñor Romero ha sido y sigue siendo un ejemplo para todo el que quiere justicia y paz. Era ciertamente un hombre piadoso, que vivía el amor a Jesucristo intensamente y eso lo unía a los Cristos vivos de este mundo, presentes en el pobre, el enfermo, el perseguido y el humillado. Pero con su muerte se convirtió, además, en un testigo creíble de la resurrección. Así les llamaba en su tiempo san Juan Crisóstomo, otro obispo defensor de los pobres, a los que sufrían el martirio. El argumento de este Padre de la Iglesia era que nadie da la vida por un muerto de 100 o 200 años atrás. Solo se da la vida por alguien que vive. Y Romero la dio casi 2,000 años después por un Jesús, el Cristo, en cuya vida y presencia confiaba plenamente.

En 2003, Juan Pablo II hacía una radiografía de cómo debe ser el obispo en este mundo de hoy, caracterizado por "una guerra de los poderosos contra los débiles", donde "los pobres son legión" (Pastores Gregis, 66 y ss.). En ese texto y contexto, el papa pedía que el obispo estuviera inundado de la libertad de palabra profética (parresía), que tuviera radicalidad evangélica, que fuera profeta de justicia, defensor de los derechos humanos, padre de los pobres y "voz de los que no tienen voz para defender sus derechos". Si alguien entre los obispos del siglo XX ha cumplido a cabalidad esta especie de retrato hablado del documento pontificio, es monseñor Óscar Romero. Y rubricó con su sangre esas características antes de que fueran escritas en 2003. Ser lentos en su beatificación puede inducir a los cristianos a pensar que una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace. Y nadie quiere que se piense mal de nuestra Iglesia.

La preocupación por la justicia social de monseñor Romero hace que este hombre, esta persona humana, sea un santo para nuestros días. Llevamos demasiado tiempo en El Salvador sin que se emprenda una verdadera andadura sólida, eficiente y estructuralmente eficaz que permita avanzar hacia el desarrollo social. Nadie dice que sea fácil la tarea. Pero lo que todos podemos constatar es la necesidad y la urgencia de dar pasos que permitan en una generación el acceso de El Salvador al desarrollo. Esto es posible. Pero los pasos que se están dando no son suficientes para alcanzar el desarrollo en el plazo de 15 años. Nos encanta poner fechas, pero nunca ponemos las condiciones eficaces para que esas fechas sean realmente las que marquen la diferencia. Ni la izquierda ni la derecha ni el centro político celebraron con propuestas dignas de consideración el Día Mundial de la Justicia Social, acaecido en febrero pasado.

En muchas celebraciones se ha oído la consigna "queremos obispos como monseñor Romero". Por supuesto que tenemos derecho los cristianos a decir eso. Pero seríamos profundamente hipócritas si no dijéramos al mismo tiempo que queremos laicos y laicas, sacerdotes y religiosas como monseñor Romero. Y más hipócritas aún si no reconocemos simultáneamente que también nosotros, los cristianos de a pie, laicos, curas y monjas, estamos muy lejos de la radicalidad evangélica del obispo mártir. Por eso mismo queremos que la Iglesia nos anime proponiéndonos su figura como verdadero santo. Santo en cuanto persona identificada con Cristo y que nos señala hoy, en el día a día de nuestra existencia, el camino de la fidelidad al Evangelio, del amor a los más pobres y olvidados, y del hambre y sed de justicia de las bienaventuranzas. Tenía razón el cardenal Silvestrini: no podemos esperar 50 años.

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