Si monseñor Óscar Arnulfo Romero no hubiera sido asesinado el 24 de marzo de 1980, este 15 de agosto hubiera celebrado sus 92 años. La gente que lo extraña y que lo siguió conmemoró su natalicio, como han hecho con los suyos otras miles de familias que perdieron a sus seres queridos en la guerra.
Para cientos de personas de San Vicente y Chalatenango, este mes de agosto es especial no sólo por la celebración del Divino Salvador del Mundo o por el recuerdo de monseñor Romero, sino también por el aniversario de la muerte de sus seres queridos en esos años de conflicto armado.
El 22 de agosto de 1982, más de doscientos campesinos fueron masacrados por el batallón Atlacatl en el lugar conocido como "El Calabozo" del río Amatitán, en San Vicente. Los militares ya habían sembrado el luto en San Esteban Catarina, Santa Clara y San Lorenzo en el mismo departamento del país. Actualmente, de los dos responsables de esa operación, sólo vive Sigifredo Ochoa Pérez, quien se desempeña como embajador salvadoreño en Honduras.
Por desgracia, esa no es la única matanza que se conmemora en este mes. Dos años después de El Calabozo, el 30 de agosto de 1984, no menos de cincuenta personas fueron brutalmente asesinadas en el río Gualsinga de Chalatenango. Esta masacre no solo es similar a la otra porque ocurrió en el mismo mes y en un río, sino porque el victimario fue también el batallón Atlacatl.
A veinte años del asesinato de los jesuitas y sus colaboradoras, veintinueve del magnicidio de Monseñor Romero, veintisiete de la mazacre de El Calabozo y veinticinco de la matanza en el río Gualsinga, los argumentos para impedir que se haga justicia siguen siendo los mismos.
Mientras los responsables siguen en la impunidad, algunos gozando de un buen nombre, ocupando cargos públicos, opinando, dirigiendo los destinos del país y disfrutando de beneficios económicos, políticos y sociales, las víctimas siguen sufriendo, esperando que alguien les pida perdón por robarles años de convivencia con sus seres queridos.
A quienes sufrieron la locura de sus victimarios, también les han querido robar la esperanza de justicia. Nadie les pide su opinión y no se les ha permitido incidir en el destino del país. A muchos de ellos y ellas ni siquiera les han dado la oportunidad de saber dónde están los restos de sus amigos, amigas y familiares.
Hasta ahora, quienes se han pronunciado en contra de derogar la amnistía, de que se conozca la verdad y de que se pida perdón han sido militares, activos o en retiro, y políticos, algunos de los cuales algo deben y temen. Auguran confrontación y peligro para el país si esto ocurre. Auguran o amenazan, quién sabe. Lo cierto es que nadie les ha preguntado a las víctimas su opinión sobre la amnistía.
La solidaridad no sólo es un valor humano, también divino. Ser solidario con las víctimas implica ponerse de su lado sin importar las consecuencias. Eso hizo Jesucristo y por eso sufrió la irracionalidad de su tiempo hasta ser una víctima de esta. ¿Al lado de quién debe ponerse entonces la humanidad, de las víctimas o de los victimarios? Esa decisión define quien opta o no por la vida.