Como todos los años, disfrutamos el primero de enero del mensaje papal, dedicado en esta ocasión a la Jornada Mundial de la Paz. Hoy, en medio de las preocupaciones por los diversos actos de terrorismo cometidos contra cristianos en la India, Pakistán, Irak y, más recientemente aún, en Egipto, cobra una especial actualidad la insistencia del Papa sobre la libertad religiosa como clave para el desarrollo de la paz a nivel mundial. Y es que el ser humano tiene tal capacidad y —en su inmensa mayoría— sed real de trascendencia, que el derecho a practicar la propia religión queda inmerso en lo más profundo de su dignidad. Es de muchas maneras una prolongación del derecho a la vida. A la vida digna, con identidad y con felicidad.
Dentro de la profundidad con que Benedicto XVI suele tratar los temas, destacamos algunos de ellos, sin pretender hacer un resumen del breve pero denso mensaje. La libertad religiosa no está orientada exclusivamente a la práctica privada de la propia fe, sino que es profundamente relacional, "se realiza en relación con los demás". Impulsa en ese sentido hacia la solidaridad. Una religión que excluya, condene, desprecie o simplemente se limite a ser solidaria dentro de los muros de la propia Iglesia no estaría viviendo ese dinamismo de libertad que vuelve a la religión presencia y fermento en el mundo. En ese sentido, el Papa insiste en el gran aporte que las religiones han dado al desarrollo de la civilización. Y no es para menos. Las grandes ideas de fraternidad, misericordia, derechos de las personas se fueron fraguando en las grandes religiones del mundo. La secularización y los dinamismos laicos que relanzaron el tema de los derechos humanos han trabajado, reelaborándolos y universalizándolos, sobre los pensamientos e ideas que de muy diversas maneras estaban contenidos en las tradiciones y escritos de las grandes religiones.
Incluso en el mundo laico, la libertad religiosa es indispensable para la búsqueda de la verdad y conlleva por tanto una gran dosis de tolerancia y capacidad de diálogo. "La verdad no se impone con la violencia —nos dice el Papa— sino con la fuerza de la misma verdad". Verdad a la que los seres humanos solo nos asomamos en la medida en que somos capaces de vernos como hermanos, con una misma dignidad y origen. El fanatismo, aunque pueda parecer una derivación religiosa, no es más que una forma anómala de vivir la religión, muchas veces vinculada al afán de poder de quienes teniendo el control del fenómeno religioso quieren tener también el control de las personas o incluso de la convivencia civil. Casi todas las religiones tienen el peligro de querer convertirse en Estado y perseguir a sus supuestos enemigos. En el cristianismo en particular, donde esa realidad se convirtió en algunos momentos históricos en una plaga y enfermedad eclesial, las advertencias de Jesús de Nazaret son muy claras (Mt 20, 25-27): solo puede ser primero el que se dedica realmente a servir a los demás. El diálogo interreligioso se vuelve así, según Benedicto XVI, "un instrumento importante para colaborar con todas las comunidades religiosas al bien común".
Ciertamente, hoy en día, la construcción de un mundo sin guerras y con un desarrollo justo no puede contemplarse, al menos en el mediano plazo, sin la colaboración de las Iglesias. La desclasificación de documentos realizada por WikiLeaks ha mostrado la incomodidad de Estados Unidos ante la clara oposición de la Iglesia católica a las últimas guerras norteamericanas en territorio árabe. La condena que prominentes seguidores del Islam han hecho de los últimos actos terroristas contra cristianos contrasta con la propaganda que quiere incluir a todo el Islam en una especie de guerra de religiones. Fanáticos los hay en todas las religiones, y frente a ellos debemos saber decir la verdad de los grandes valores que las mismas religiones encierran. Si el Concilio Vaticano II reconoce que el Espíritu de Dios se expresa también a través de otras religiones, mal haríamos los cristianos negándonos al diálogo y a la cercanía con quienes no se identifican con nosotros.
Finalmente, son muy importantes las reflexiones que Benedicto XVI hace sobre la vocación pública de las religiones. "El desarrollo humano integral" se construye también con la aportación de las religiones al "compromiso civil, económico y político" de sus miembros. El "sano diálogo entre las instituciones civiles y religiosas para el desarrollo integral de la persona humana" enriquece sin duda al conjunto de la sociedad. Por eso, aunque la Iglesia no deba inmiscuirse en políticas partidarias, sus miembros tienen la obligación de participar en lo que habitualmente se llama política del bien común, buscando que los valores evangélicos se plasmen en una sociedad que necesita, para ser verdaderamente humana, crecer cada día en solidaridad y en atención a los problemas de los más pobres. Paz y libertad religiosa quedan así profundamente unidas en el discurso del Papa. Paz con justicia, construida desde los valores evangélicos y desde el propio "testimonio de fe y caridad" del creyente.