La absolución de policías en el caso de la masacre en San Blas muestra una vez más la muy baja calidad de nuestro sistema de justicia. Ante unos hechos claros, el sistema judicial es incapaz de condenar a los autores de un crimen colectivo. La masacre ocurrió en 2015 en el contexto de otros asesinatos en masa que tenían un relato semejante: un grupo de policías es emboscado o atacado por pandilleros que los supera en número; los agentes responden defensivamente, no reciben ni un rasguño y buena parte de los mareros muere. En el caso de San Blas, ocho personas. La escena del crimen es manipulada y existen rasgos suficientes para pensar en un abuso de la fuerza letal. Que la policía haya disparado al menos 243 balas, según análisis posteriores, no es más que un indicio. Además, uno de los asesinados no era miembro de pandillas ni se encontraba en el grupo de los pandilleros. Simplemente era joven y estaba en un lugar cercano al supuesto enfrentamiento.
De entrada, el sistema judicial fue incapaz de enfrentar los hechos en su calidad real de masacre y ejecución extrajudicial. Dio por buena la versión policial a pesar de la manipulación de la escena del crimen. Solamente después de una investigación periodística que demostró que uno de los muertos no pertenecía a pandillas, se decidió a juzgar a un cierto número de policías por ese solo muerto, y nunca por los ocho. El resultado fue la absolución de todos los agentes por no poder individualizar al que disparó el tiro fatal contra la única víctima considerada por el sistema. La Fiscalía recurrió en apelación. La segunda instancia judicial dio orden de repetir el juicio y al final el resultado ha sido el mismo. Un sistema judicial que prescinde de la racionalidad de los hechos, que es incapaz de analizar situaciones de grave irresponsabilidad, que tiene datos suficientes para saber que en San Blas se llevó a cabo una ejecución extrajudicial colectiva y que no tiene fuerza para extraer deducciones lógicas de la investigación ni capacidad de establecer la verdad y llegar a una sentencia condenatoria, no puede calificarse más que como corrupto. No en el sentido de que reciba dinero, sino de que es incapaz de funcionar siendo fiel a la justicia.
Los casos de ejecuciones extrajudiciales han sido comprobados internacionalmente en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. La relatora de ejecuciones extrajudiciales de las Naciones Unidas, Agnes Calamard, no dudó en decir en 2018 que encontró en El Salvador “un patrón de comportamiento en el personal de seguridad que podría considerarse como ejecuciones extrajudiciales y uso excesivo de la fuerza, el cual es alimentado por respuestas institucionales débiles, a nivel de investigación y judicial”. La supuesta imparcialidad judicial ante los hechos no es más que una descarada y vergonzosa parcialidad hacia el más fuerte. El sistema judicial se puede amparar en dicha imparcialidad y acabar culpando, desde su comodidad y abundancia de recursos institucionales, a una Fiscalía muy mal dotada y a una Policía mal pagada y acosada por un clima de violencia. Pero al final, el máximo de ineficiencia está en el sistema judicial, incapaz de operar con datos más que suficientes para llegar a la verdad.
Sin lugar a dudas, el sistema debe ser cambiado. La ayuda internacional es necesaria para ello. No puede dejarse toda la responsabilidad en manos de una Fiscalía que hace lo que puede a pesar de lo mal dotada que está. Ni tampoco en manos de una Policía demasiado influida por un espíritu de cuerpo encubridor, extendido incluso a la Inspectoría General, como hemos podido comprobar en demasiados casos. La lentitud, burocracia, e incapacidad de muchos jueces convierten el sistema judicial en un organismo que respalda más la ley del más fuerte que la defensa del débil y la víctima. Si el primer fundamento de la justicia es la verdad, demasiados jueces no tienen, como podemos deducir de diversos casos, ni el instrumental, ni la capacidad para llegar a la verdad. La reforma judicial es un tema pendiente en nuestro país. Y a la sociedad civil le toca insistir en ello. Pues si los políticos se dan el lujo de tenernos más de doscientos días sin Sala de lo Constitucional, difícilmente podrán entender la necesidad de una reforma judicial. Al fin y al cabo, ellos se mueven en la burbuja de los más fuertes, favorecida casi siempre por la parcialidad de los jueces.
* José María Tojeira, director del Idhuca.