Al mismo tiempo que celebramos la independencia han aparecido noticias sobre una posible reforma a la Constitución, la ley fundamental que rige la convivencia entre todas las personas que viven en El Salvador y que, por tanto, debe ser trasparente y adecuadamente conocida por todos. Conocida no solo en sus artículos, sino en especial en los valores que los sustentan. Y en esto encontramos ya un problema, pues son poco conocidos, incluso por algunos políticos de diversos partidos. Que el Estado esté al servicio de la persona humana y, por supuesto, de todo salvadoreño no ha sido entendido por demasiados políticos: si lo entendieran, hubieran luchado con mucho mayor denuedo contra la pobreza, todavía demasiado extendida. Los conceptos de justicia social, bien común y bienestar, que aparecen en los primeros artículos, no han tenido mayor impacto en el liderazgo político o económico que ha marcado el rumbo del país. Nuestra gente se ha acostumbrado a tratar de salir adelante a partir de la iniciativa individual, porque del Estado se espera muy poco, a pesar de los bellos conceptos constitucionales. ¿Debe ser esto así? De ninguna manera. La iniciativa personal y privada es importante, pero el Estado debe aportar siempre los medios para que las personas desarrollen al máximo sus capacidades.
Cuando se redactó la primera Constitución de la Centroamérica independiente, el mundo universitario aportó los cimientos de los valores que debían regirla. El sacerdote salvadoreño José Simeón Cañas, rector de la guatemalteca Universidad de San Carlos y diputado de la Asamblea Constituyente, presentó la propuesta de abolir la esclavitud basándola en la igual dignidad de la persona humana. Este sentido socialmente responsable se fue abandonando después, en favor de un liberalismo demasiado dependiente de las nuevas élites económicas que propugnaban, en la práctica, un desarrollo desigual. En El Salvador se recuperó el sentido social a partir de la Constitución de 1950, que recogió muchos aspectos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sin embargo, la larga tradición de desprecio a los pobres mantuvo una realidad de profundas e injustas desigualdades. Se impuso así la tendencia a dejar como papel mojado los textos y los mecanismos que conducen a la concreción de la igual dignidad de la persona humana y al apoyo del desarrollo de sus capacidades.
Ahora se habla de hacer reformas constitucionales. Está bien, pero tal vez es importante primero reformar la conciencia ciudadana de lo que es una Constitución. Por poner un ejemplo, aunque la actual reconoce el derecho a indemnización por retardo judicial, ni los abogados que redactaron los artículos correspondientes, ni los diputados que juran ser fieles a la Constitución, ni el Ejecutivo con su capacidad de propuesta de ley, se atrevieron a impulsar una legislación secundaria que hiciera efectivo el texto constitucional. Y el retardo judicial continúa endémico, y no precisamente al servicio de la persona humana. Tener un sistema público único y universal de salud no entra todavía en la mente de nuestro liderazgo político, a pesar de ser lo más coherente con la justicia social que defiende la Constitución.
Está bien hacerle reformas a la Constitución en algunos aspectos, pero antes la ciudadanía tiene que ponerse de acuerdo en algo tan sencillo como el bien común, que tantas veces invocamos, y probablemente seguiremos invocando, dada la escasez de vocabulario en el léxico político. Entender el bien común como el cumplimiento pleno de derechos tanto civiles y políticos como económicos y sociales no parece caber en la cabeza de algunos diputados y candidatos a legisladores. Por eso, aunque el desarrollo técnico de algunas reformas se realice en privado, la discusión pública y ciudadana es indispensable para que la Constitución no siga siendo un juguete de papel y la independencia sea algo más que el lujo privado de los poderosos.
* José María Tojeira, director del Idhuca.