El día dedicado al Ejército apareció una declaración anónima en la prensa escrita, pero con el formato oficial del Gobierno. La publicación recuerda otras del tiempo anterior a la guerra, cuando grupos de militantes de la oligarquía, disfrazados de frentes, lanzaban acusaciones y amenazas contra sus enemigos sociales, políticos y religiosos. El frente les servía de mampara para resguardar sus identidades. Los autores de esta nueva intervención se hacen llamar “Legión de la Libertad”, presuntamente integrada por militares de baja. El silencio del Gobierno, cuyos voceros reaccionan con presteza a toda clase de acontecimientos, y de la Fuerza Armada, muy celosa de su espíritu de casta, y la avenencia de la empresa periodística indican que el documento tiene el beneplácito oficial.
La declaración ha pasado sin pena ni gloria por los medios y las diligentes redes sociales. Quizás porque temas más polémicos ocupaban su atención. Quizás porque la tal Legión no dice nada nuevo o quizás porque solo se trata de desvaríos. Sea lo que sea, el pronunciamiento dice mucho sobre el pensamiento militar. Los autores rinden tributo al soldado, que definen como ciudadano ejemplar desde 1824, presunta fecha de la fundación del Ejército. Desde entonces, el soldado habría aportado hidalguía, valor y heroísmo. Por eso, hablan de glorias, aunque sin referirse a ninguna en particular. Tal vez porque son demasiadas como para enumerarlas todas o tal vez porque no son tales. En cualquier caso, el argumento es utilizado para reclamar por adelantado una “celebración digna” de los dos siglos de existencia de la Fuerza Armada. Sin embargo, el Estado consigue monopolizar la violencia pública hasta la primera década del siglo XX, justamente cuando se dan los primeros pasos para la constitución de un ejército profesional.
El argumento continúa reprobando lo que califica como señalamientos irresponsables y “acusaciones ideológicas y revanchistas”, que empañan la gloria militar. Según los autores, ninguno de esos señalamientos tiene fundamento “legal ni legítimo”, ya que “provienen de sectores que a lo largo de la historia siempre han vilipendiado la labor del soldado”. El pensamiento militar se desentiende con estas simplezas de la masacre en El Mozote y de todas las otras masacres, de los asesinatos en la UCA y de la tortura, documentada judicialmente en los tribunales estadounidenses. En otras palabras, el Ejército desconoce las acusaciones del informe de la Comisión de la verdad. Quizás por esa razón, el museo militar no exhibe ninguna muestra de la guerra civil, un paréntesis ajeno a la institucionalidad militar. En su afán por desentenderse de sus responsabilidades jurídicas, sociales y políticas, los autores de la declaración —sin duda, oficiales— se escudan en el soldado. Pero las órdenes salían de los círculos de los oficiales y la tropa, por un mal entendido principio de obediencia, las acataba sin más. Enalteciendo al soldado —a quien en realidad desprecian— ocultan su responsabilidad.
Estos oficiales reiteran su solidaridad —quizás la solidaridad de la misma institución militar— con aquellos “injustamente señalados” por haber cometido “actos ilícitos” y piden, por tanto, “la declaración judicial de inocencia”. De esa manera, estos militares decretan que las acusaciones, —no señalamientos, como ellos dicen— de haber cometido crímenes de lesa humanidad —no “actos ilícitos”, un eufemismo para ocultar la gravedad del crimen— son injustos. Así, pues, se aventuran a indicarle al sistema judicial que debe desechar los cargos y declararlos inocentes. Un desatino para librar de la justicia a sus colegas, quizás también a ellos mismos, por haber violado los derechos humanos. A juzgar por esta insensatez, los militares todavía se consideran autorizados para intervenir en la institucionalidad estatal.
Asimismo, los militares reclaman a los políticos, en unas líneas enigmáticas, “por no dar un trato profesional y responsable en el empleo histórico del soldado salvadoreño, al haber desnaturalizado la misión, funcionamiento y recursos para que cada soldado se enfoque en sus tareas con las mejores posibilidades de éxito”. El reclamo, en sí mismo improcedente, es impenetrable. La declaración transpira inquietud por la ausencia de gloria militar y tal vez cierta angustia por la irrelevancia de la institución. Añora la omnipotencia del Ejército del pasado. La declaración no puede descartase como una simple quimera, porque la institucionalidad es demasiado débil y está demasiado comprometida con poderes fácticos.