En El Salvador, la amenaza que significa el tráfico vehicular es un problema de derechos humanos dada la poca protección que el ciudadano recibe del Estado. Y es que el número de muertos por accidente de tráfico impresiona. Son 1,205 las personas que perdieron la vida en 2016. Y ello supone una relación de 19 muertos por cada 100 mil habitantes al año. La Organización Panamericana de la Salud insiste en que más de 10 muertos al año por cada cien mil habitantes es una epidemia. En ese sentido, si contemplamos las cifras, podemos deducir que en el país tenemos una epidemia de muertes en el tráfico, casi de nivel doble. Y eso sin contar los aproximadamente 10 mil lesionados, los afectados en su salud respiratoria por los gases despedidos por los vehículos y los afectados psicológicamente por el estrés que suponen los atascos.
Países como Alemania, Inglaterra o Italia, con muchos más carros por habitante que nosotros, tienen muchas menos muertes al año por habitante. Inglaterra, en concreto, con tres veces más carros por persona que nosotros, tiene un índice de muertes en tráfico de tres fallecidos por cada 100 mil habitantes. Con más del doble de carros por habitante, tiene una tasa seis veces inferior a la muestra. Lo que quiere decir que las muertes de tráfico, como las de la violencia, se pueden bajar sustancialmente. El tráfico en nuestro país mata demasiado. Y es importante, para reducir la muerte epidémica y el dolor, establecer causas y causantes.
Hay causas evidentes. Manejar después de consumir alcohol o drogas es una, lo mismo que la agresividad o el exceso de velocidad. La falta de mantenimiento de algunos autobuses ha sido fuente tradicional de tragedias. Aunque la mayoría de las carreteras están en buen estado, la señalización es deficiente. La vigilancia en el tráfico es escasa cuando no ineficiente. Los controles que se ponen en carretera, haciendo muy lento el tráfico, provocan que luego la gente acelere más de la cuenta para recuperar el tiempo perdido. Las sanciones, aunque se han ido elevando, son poco drásticas y se vuelven irrelevantes a la hora de corregir la siniestralidad.
Las responsabilidades personales son evidentes. Pero hay también una responsabilidad del Estado. No hay una preocupación eficaz de controlar el flujo vehicular. Da pena ver que la única manera de impedir que los vehículos utilicen en los atascos los carriles destinados a aparcar los carros averiados es colocando, cada cierta cantidad de metros, un mojón u otro tipo de obstáculo que bloquea ese carril auxiliar. Mientras en otros países es muy difícil ver muertos tirados en la carretera, nuestra mortandad en tráfico hace que con relativa frecuencia quienes manejan los vean. La indignación y el dolor que eso produce no han sido suficientes como para que se dé un cambio efectivo en nuestro modo de regular la circulación por calles y autopistas.
Este tipo de inercia que nos deja convivir tranquilamente con el desorden en el tráfico y con la doble epidemia de muertes, daños e incapacidades personales y laborales que el mismo produce puede estar en la base de muchos de nuestros problemas de violencia. Quienes más mueren en choques son jóvenes. Quienes fallecen por atropello son mayoritariamente ancianos. Ni la tercera edad es protegida ni la juventud cuidada. Poner orden no es solo una necesidad, sino una exigencia ética. Tolerar una verdadera epidemia mortal es de ilusos e irresponsables. Superar los problemas de este tráfico salvaje incluso sería una buena experiencia para trabajar después con mayor eficacia otros problemas de violencia. Mientras los homicidios se producen a escondidas, ocultamente, dejando el mínimo de huellas, las muertes en el tráfico se producen ante todos, tienen causas claramente detectables, que permiten a su vez tomar medidas preventivas. Controlar lo fácil puede ser un paso para caminar después hacia lo difícil. Si no podemos controlar el tráfico que vemos, más difícil será vencer el crimen que no vemos.
Estamos tan preocupados por los homicidios intencionales que apenas nos preocupamos por los no intencionales, como suelen ser los del tráfico. Y aunque es justo poner más atención en los primeros, puesto que implican una evidente negación de humanidad, el hecho de que las muertes en el tráfico constituyan una epidemia nos debería hacer pensar sobre nuestros valores y nuestro cuidado de la vida humana, tanto a nivel personal como estatal. Pues cada uno de nosotros tenemos la responsabilidad ética y ciudadana de velar por el bien común. No vale decir que somos éticos porque no somos corruptos y luego manejar peligrosamente. Por su parte, el Estado está al servicio de la persona, como dice la Constitución. Y ello incluye la responsabilidad de proteger y cuidar la vida y la salud del ciudadano. Y si el tráfico lo dirige el Estado, es su responsabilidad reducir la siniestralidad y evitar la epidemia de muertes que nos abate.