Cuando Francisco Flores era presidente, el Estado salvadoreño se negaba a firmar documentos en Centroamérica que tocaran el tema de la exclusión. Por lo visto, a la inteligencia de aquel Gobierno le parecía que el término tenía raíces marxistas o al menos izquierdistas; no sabía que lo venían reflexionando desde hacía varios años todos los Gobiernos europeos sin distingos ideológicos. Y lo reflexionaban porque veían en la exclusión una verdadera fuente y causa de un nuevo tipo de violencia que iba desde la revuelta y la protesta violenta hasta formas más peligrosas de terrorismo. De hecho, el capitalismo y la cultura contemporánea han caminado con fuerza hacia la consagración de un fuerte individualismo que deja a la persona con sentimientos profundos de inseguridad existencial y de temor hacia peligros no claramente definidos. Cuando las condiciones sociales y económicas de grupos amplios de población no facilitan el desarrollo personal o dejan en situación de inferioridad a personas segregadas por su raza o condición socioeconómica, la explosión social está cercana. Con razón decía el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman que “tan pronto como la competencia sustituye a la solidaridad, los individuos se ven abandonados a sus propios recursos, lastimosamente escasos y a todas luces insuficientes”.
Surgen así, desde este abandono social, los excluidos. Personas que no solamente no están asimiladas al desarrollo, sino que en la práctica la sociedad las considera inasimilables. Y es precisamente esa exclusión, ese encontrar cerrados los caminos hacia el desarrollo personal y hacia lo que la sociedad cataloga como vida decente, la que provoca explosiones. Mientras la gente tiene la esperanza de salir adelante, se aguanta tanto la miseria como la exclusión. Pero cuando esta exclusión se siente como irrevocable, la rebeldía no tarda en aparecer, al menos en algunos. Surgen de nuevo entre los sociólogos los análisis de lo que se podría llamar “clases sociales peligrosas”. Y no solo entre ellos, sino también en el sentir popular surgen esas medio bromas, medio tragedias de rebautizar zonas llamándolas, por poner un ejemplo, “soyapánico” o cualquier otra ocurrencia injusta y denigrante. Hay en nuestro país comunidades y colonias que en el hablar común se consideran peligrosas, las más de las veces injustamente para una gran mayoría de personas buenas que viven en las mismas.
Tratar el tema de la violencia sin reflexionar sobre la exclusión en El Salvador es regar fuera del tiesto. Y no faltan los ignorantes —cuando no malintencionados— dentro de nuestras supuestas élites que acusan de estar defendiendo criminales a quienes piensan sobre estos temas. Como si debatir sobre las causas de la violencia constituyera un delito cuando no está en favor de los intereses de los poderosos económicos o políticos. El miedo, al final, es que tocando el tema de la exclusión se acabe golpeando intereses económicos muy concretos. O que se descubra la miseria de la mayoría de nuestros políticos, tanto de izquierda como de derecha, que se han mostrado incapaces de enfrentar el problema.
Y que no se diga que no hay exclusión en El Salvador. Porque hay excluidos del derecho a la pensión, excluidos de una salud decente, excluidos de educación de calidad, excluidos del Seguro Social, excluidos de un salario digno, excluidos del derecho a la seguridad o de ese derecho supremo de poder elegir libremente el rumbo de la propia vida en coherencia con capacidades y gustos. La respuesta de que si uno se esfuerza, lucha y camina, puede salir adelante, es falsa para muchos. Porque a veces se piden esfuerzos sobrehumanos o porque aunque estos se hagan no se logran los objetivos dadas las dificultades existentes. Y si no se cree esto se les puede preguntar a nuestros migrantes si todos consiguen su sueño fuera del país. Sueño que se han forjado precisamente porque acá se les ha excluido incluso de la posibilidad de soñar.
La violencia siempre será una tentación para muchos, porque la cultura del autoritarismo y la fuerza bruta sigue teniendo peso en el ámbito económico, militar, informativo y en otras amplias esferas, incluida la religión. La exclusión es de hecho una forma de violencia. Si no despierta las reacciones esperables o posibles es porque la mayoría de la gente es buena y tiene una serie de valores que les siguen protegiendo de la dureza de la situación. Y como forma de violencia que es, la exclusión genera un tipo de violencia muy especial. La violencia del que al no ver posibles salidas decentes, organiza formas paralelas de vida rebeldes, fuera de la ley y replicando, de un modo más duro y violento, la propia violencia de la que han sido víctimas. Una violencia cada vez más dura porque en estos grupos de excluidos no hay solamente pobres, sino personas de clase media vulnerable, que sienten que sus posibilidades están truncadas por los intereses existentes, por las dificultades para salir adelante, por la escasez de posibilidades, por una organización política y económica cerrada al ascenso social. La incorporación, no digamos masiva, pero sí importante de clases medias al mundo de los excluidos y desde ahí al mundo de las “clases sociales peligrosas” crea un tejido difícil de desarticular. Reflexionar más y dialogar sin miedo sobre estos temas es imprescindible para enfrentar con éxito una violencia que tiene sus raíces en la violencia estructural de nuestras propias sociedades.