Este 9 de mayo se cumplieron dos años de la muerte del querido humanista y escritor Francisco Andrés Escobar. Todos los que lo conocimos como maestro y amigo coincidimos en su don de gente, su inteligencia creativa, su estilo cordial, ameno y perspicaz para contar historias. En pocas palabras, era un intelectual en el sentido propio del término, esto es, dedicado preferentemente a la cultura con sus saberes, sentires y haceres; preocupado de la totalidad más que del fragmento, de la síntesis más que del análisis, de los porqués más que de los cómo. Desde esa perspectiva, habló de la urgencia de reivindicar la razón y la palabra en la vida económica, política, intelectual, religiosa y cultural. En tal sentido, planteó un conjunto de necesidades ineludibles si se tiene la voluntad de encarnar en la realidad el bien, la verdad, la libertad y la justicia.
En primer lugar, señaló que la sociedad civil necesita, con toda evidencia, de un sector que lidere y potencie la gestión económica en beneficio del bien común; pero lo que no necesita ni quiere es una élite poderosa que expolie los esfuerzos productivos del cuerpo social. En segundo lugar, subrayó que la sociedad civil necesita de una clase política que pueda encargarse de conducir la cosa pública en aras de la plenitud y del beneficio colectivo; lo que no necesita ni quiere es una élite de ocasión que, con la demagogia por método, esquilme los recursos de todos. En tercer lugar, recordó la necesidad de una élite intelectual que le indique a la sociedad su utopía, le perfile su discurso, le proponga valores, le señale sus errores y le perpetúe su identidad cultural; lo que no necesita ni quiere es un grupúsculo de noctámbulos vociferantes y narcicistas que, lejos de trabajar por el cultivo de lo social con los medios específicos que pertenecen al trabajo creador, se ocupe preferentemente de labrar su propia estatua.
Hablando del duro y largo trabajo de construir la historia, planteó la necesidad de que haya líderes religiosos que acompañen —espiritualmente— este proceso; pero lo que la sociedad no necesita ni quiere es la presencia de actitudes sectarias que pretenden exclusivizar la posesión de la verdad. Finalmente, hace referencia a que la sociedad civil, como constructora de cultura nacional, necesita de unos medios y unos modos para satisfacer, con racionalidad e igualdad de oportunidades, las diversas necesidades que plantea la vida material; y advierte que lo que no necesita, y debe aprender a no querer, es la absolutización, la idolatrización y la exclusivización de las condiciones materiales de la vida, en desmedro de todas aquellas alternativas intelectuales, morales y espirituales que constituyen el cimero panorama de la vida.
Francisco Andrés también habló de figuras ejemplares que interpelan e inspiran desde la razón y la palabra. Al recibir, por parte del Gobierno salvadoreño, el Premio Nacional de Cultura 1995, dijo que "El Salvador, con su historia tremenda y dolorosa, tiene en don Alberto Masferrer, en monseñor Romero y en el presbítero y doctor Ignacio Ellacuría, a sus tres santos históricos y moralistas sociales que, sin altares ni catecismos (...) viven desde su muerte, hablan desde su silencio, iluminan desde su sombra, recuerdan desde su olvido, por lo que una vez hicieron y dijeron (...) para ordenar esta tierra tan dejada de la mano del orden, la palabra y la racionalidad".
¿Qué rasgos destacó el maestro Escobar de cada uno de ellos? De Masferrer dijo que es el mártir moral, porque no murió el día de su muerte pobre, sino cuando el candidato presidencial de su tiempo (Arturo Araujo), después de haber sido confirmado en el poder (1930), viró en sus propósitos, traicionando las esperanzas populares y haciendo a un lado la plataforma social concebida y predicada por Masferrer. A monseñor Romero lo entiende como el mártir de sangre, porque su sentencia de muerte le advino por su encontronazo directo contra todo poder, en la elección radical a favor de quienes poco o nada tienen. El arzobispo mártir, al igual que Masferrer, prestó voz a los de abajo para que la oyeran los de arriba, puso palabras a las apretadas lágrimas, pero se encontró con la desolación, el rechazo, la tergiversación y la inmolación martirial. A Ignacio Ellacuría lo define también como un mártir de sangre, por hacer del país un lugar de esperanza, cultivando verdad frente a la mentira, libertad frente al cautiverio, justicia frente a la injusticia. Su aniquilamiento —lamentaba el maestro Escobar— privó al país y al mundo de uno de los pensamientos más lúcidos y de una de las voces más valientes de la última mitad del siglo. Masferrer, Romero y Ellacuría —observaba Escobar— perdieron la batalla del momento; pero la guerra en favor de una sociedad más libre por justa, y más justa por racional, la definieron a su favor como una victoria del espíritu.
En suma, el maestro Francisco Andrés Escobar propuso un camino para reivindicar la razón y la palabra en los principales ámbitos de la vida personal y social. Recorrer ese camino implica promover una economía justa (que satisfaga las necesidades fundamentales de las mayorías); un ejercicio ético de la política (entendida como instrumento de inclusión y participación ciudadana); un liderazgo religioso que sea fuente de comportamientos éticos y de caminos espirituales (no propiciadores de infantilismo y subordinación); el desarrollo de las cualidades del espíritu humano (riesgo, paciencia y entrega), legadas por los santos históricos y moralistas sociales; y una intelectualidad que unifique conocimientos y honradez, buen corazón y sensibilidad (para la cual se requiere no solo excelencia académica, sino capacidad para dejarse afectar por la realidad). A este tipo de intelectualidad se dedicó Francisco Andrés por vocación y con gran pasión.