Los hechos del 9 de febrero han mostrado los límites de la institución democrática para superar el conflicto político. El presidente Bukele ha acudido al cuartel como alternativa a la negociación democrática. Así, lo que parecía inverosímil después de los acuerdos de 1992 es real, porque el Ejército existe y porque está a disposición de quien acuda a él. El presidente desprecia el compromiso político y entre sus prioridades no figura la consolidación de la institucionalidad democrática, una tarea pendiente y trascendental para el futuro del país.
Si no hubiera opción militar, es decir, si el Ejército no existiera, los políticos estarían forzados a buscar soluciones democráticas. La existencia del Ejército ha hecho posible que el presidente apueste fuerte por los militares como una base de su poder personal. Por eso no destituirá a su ministro de Defensa. Al contrario, lo felicita por su actuación política y antidemocrática. También es cierto que el elevado prestigio del Ejército, el enorme desprestigio de los políticos y la confianza ciega de la opinión pública en el autoritarismo han hecho posible la opción militar. En Costa Rica y en Panamá esa opción no existe, porque no hay Ejército.
El golpe militar no es solución. La experiencia muestra que, en una sociedad polarizada como la salvadoreña, el Ejército suele agudizar aún más el conflicto político que pretende superar. El golpe alimenta el enfrentamiento, desata la represión, genera mayor inestabilidad política e instala líderes que utilizan su poder para el desquite. La persecución contra los políticos depuestos y sus seguidores divide más la sociedad, y si estos se radicalizan y se movilizan contra las nuevas autoridades, tal como es usual, se desata la espiral de violencia, la cual difícilmente crea condiciones para implantar una democracia estable. El compromiso político, en cambio, reduce el nivel de violencia y señala el camino para consolidar una institucionalidad debilitada por la corrupción de las estructuras de poder. La ausencia de opción militar no evita las crisis, pero obliga a encontrar soluciones negociadas.
La posibilidad real del golpe y la creciente polarización han abierto la puerta para el regreso de los militares a la política. Así lo pone de manifiesto la actuación presidencial del 9 de febrero, que ignoró la perversidad de la dictadura militar de las décadas de 1970 y 1980. El Ejército no ha perdido la capacidad de intervenir en la política como árbitro después de 1992, tal como algunos pensaron ingenuamente. El anterior ministro de Defensa se atribuyó públicamente la tregua con las pandillas, opinó sobre asuntos políticos y exhibió amenazadoramente el poderío militar en ámbitos políticos como la legislatura.
La oposición a la política tradicional de Arena y del FMLN aplaude la intervención militar, llevada por su deseo, en principio legítimo, de acabar de una buena vez con la ineptitud y la corrupción. Incluso interpreta la actuación presidencial del 9 de febrero como un acto democrático con beneficios inmediatos para el pueblo. Las bondades que esa interpretación proclama son un espejismo. La consolidación democrática implica subordinar el poder militar al civil, y mejor aún, eliminar de manera definitivamente la opción militar. Más aún, la supresión del Ejército redundaría en un ahorro considerable para la hacienda pública.
Neutralizar la opción militar exige transformar la mentalidad social. Si la opinión pública confía más en el Ejército que en el legislador, el incentivo para recurrir a los militares es muy fuerte. Si la opinión pública constata la incapacidad para preservar el orden, las fuerzas de seguridad militarizadas, que prometen “orden”, se vuelven cada vez más atractivas. Si el gobierno democrático no satisface las demandas ciudadanas, el descontento de la opinión pública con los políticos se traduce en desprecio y la tentación militar se vuelve irresistible. A pesar de los desatinos, reales o imaginados, es indispensable resistir la tentación militar, en aras de la construcción de instituciones más estables, aun cuando las crisis sean recurrentes.
La opción militar es una trampa. Las promesas de cumplimiento inmediato deslumbran, pero comprometen el futuro democrático. El golpe militar no resuelve la crisis vital de las mayorías, ni la polarización sociopolítica, ni la escasez de recursos públicos, ni la impunidad, ni la corrupción. Al contrario, la superación de estos males acentúa la necesidad y la urgencia del consenso. Es perentorio cerrar la opción militar para no generar mayor inestabilidad institucional, para fortalecer el sistema político y para forzar a los políticos a que aprendan a superar las diferencias mediante la negociación y el compromiso democrático. El conflicto sociopolítico no se resuelve sin un consenso sobre cómo superarlo.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.