Este 24 de marzo se cumplen 35 años del martirio de monseñor Romero. La conmemoración, como se sabe, tiene hoy un contexto de gran júbilo al conocerse ya la fecha de beatificación, el próximo 23 de mayo. ¿Por qué monseñor Óscar Romero se ha convertido en un mártir de la fe, la verdad, la justicia y el amor de Dios? Jon Sobrino, en su libro Monseñor Romero, da una respuesta no solo como teólogo, sino, sobre todo, a partir de la amistad y del contacto personal que mantuvo con él. A su juicio, Romero ha estado presente en la vida del pueblo y hoy su presencia se universaliza por dos razones fundamentales: por tomar en serio a Dios y por tomar en serio al pobre. Dicho en otras palabras, Romero fue un hombre de este mundo y un hombre de Dios. Esto significa, explica Sobrino, que monseñor miró y amó este mundo con los ojos y el corazón de Dios y aprendió a conocer y a amar a Dios desde las esperanzas y angustias de este mundo; hizo a Dios cercano para este mundo y llevó este mundo a Dios. El tomar absolutamente en serio a Dios y al mundo de los pobres es lo que, a criterio del teólogo, ha convertido a Romero en un hombre y en un cristiano excepcional.
Veamos, desde sus propias palabras, cómo monseñor Romero unifica Dios y mundo, fe y justicia, pasión por Dios y compasión por el pobre.
Hablando de Dios como la principal fuente de su quehacer pastoral afirmaba: “Ayer, cuando un periodista me preguntaba dónde encontraba yo mi inspiración para mi trabajo y mi predicación, le decía: ‘Es bien oportuna su pregunta, porque cabalmente vengo saliendo de mis Ejercicios espirituales. Si no fuera por esta oración y esta reflexión con que trato de mantenerme unido con Dios, no sería yo más que lo que dice san Pablo: «Una lata que suena»’”.
Y en una referencia explícita a la necesidad de Dios en nuestras vidas, sentenciaba: “Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios. Por eso tenemos tantos ególatras, tantos orgullosos, tantos hombres apegados de sí mismos, adoradores de los falsos dioses. No se han encontrado con el verdadero Dios y por eso no han encontrado su verdadera grandeza. ¡Y qué desgraciada es la vida cuando en vez de encontrar al Dios verdadero se está adorando al falso dios: dios dinero, dios orgullo, dios placer! ¿Qué quieres, Señor, de mí? ¿Qué puedo hacer yo en esta situación del país?”.
Al reflexionar sobre su misión como pastor, se consideraba un instrumento de Dios. Y lo expresaba en los siguientes términos: “En este instante, yo sé que estoy siendo instrumento del Espíritu de Dios en su Iglesia para orientar al pueblo. Y puedo decir, como Cristo: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, a evangelizar a los pobres me ha enviado’. El mismo Espíritu que animó a Cristo y le dio fuerza (…) para que fuera víctima de la salvación del mundo, es el mismo Espíritu que a mi garganta, a mi lengua, a mis débiles miembros, les da también fuerza e inspiración”.
El Dios en el que creyó monseñor Romero es un Dios cercano y activo: ve la opresión de sus hijos e hijas, oye sus clamores, conoce sus sufrimientos y actúa liberando. Un Dios afectado por lo que pasa en la historia. Esto es lo que expresa el siguiente fragmento: “¡Qué distinta sería la patria si estuviera produciendo lo que Dios plantó! Pero Dios se siente fracasado con ciertas sociedades. Y yo creo que la página de Isaías y de san Pablo en el domingo de hoy se hace triste realidad salvadoreña: esperé derecho y allí tenéis asesinatos, esperé justicia y allí tenéis lamentos. No es sembrar aquí la discordia, simplemente es gritar al Dios que llora, el Dios que siente el lamento de su pueblo, porque hay mucho atropello, el Dios que siente el lamento de los campesinos que no pueden dormir en sus casas porque andan huyendo de noche, el lamento de los niños que claman por sus papás que han desaparecido: ¿dónde están? No es eso lo que esperaba Dios. No es una patria salvadoreña como la que estamos viviendo lo que debía ser el fruto de una siembra de humanismo y de cristianismo”.
Y como contrapartida a lo anterior, Romero señalaba que hay un criterio decisivo para saber si Dios está cerca o lejos de nosotros: “Todo aquel que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda esa carne que sufre, tiene cerca a Dios. Clamarás al Señor y te escuchará. La religión no consiste en mucho rezar. La religión consiste en esa garantía de tener a mi Dios cerca de mí porque hago el bien a mis hermanos. La garantía de mi oración no es el mucho decir palabras, la garantía de mi plegaria está muy fácil de conocer: ¿cómo me porto con el pobre? Porque allí está Dios”.
Estas palabras suenan similares a las del profeta Isaías cuando, en tono interpelante, pregona: “El ayuno que yo quiero de ti, dice el Señor, es que rompas las cadenas injustas y levantes los yugos opresores (…) que compartas tu pan con el hambriento y abras tu casa al pobre sin techo; que vistas al desnudo y no des la espalda a tu propio hermano (…) Entonces, clamarás al Señor y te responderá; lo llamarás y te dirá: ‘Aquí estoy’” (Is 58, 1-9).
Jon Sobrino, con la lucidez que lo caracteriza, ha rubricado este legado con las siguientes palabras: “Monseñor Romero fue un hombre de este mundo y un hombre de Dios, como lo han sido los grandes santos y como lo fue Jesús, en quien se realizó el milagro de la absoluta unidad de mundo y Dios. Esa unificación es lo que hizo a monseñor Romero excepcional. A través de él, el Evangelio se convirtió en palabra de buena nueva para los pobres y en palabras exigentes para los poderosos. A través de él, el Evangelio, una vez más, se hizo un Evangelio para nuestro tiempo”. De ahí también las expresiones teologales de Ignacio Ellacuría: “He visto en la acción de usted el dedo de Dios”; “Monseñor Romero, un enviado de Dios para salvar a su pueblo”; “Con monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador”.