Para nadie es novedad que El Salvador es una sociedad profunda y arraigadamente autoritaria. Un pueblo fuerte y aguantador. Una nación abusadora y abusada. ¡Cómo ha disfrutado esta sociedad con las manos duras y los uniformes militares! ¡Con cuánto orgullo se ha repetido ese viejo mito de que acá se cortaban las manos a los ladrones! Hemos formado ciudadanos honrados a fuerza de golpes y espantos. Siempre dando la batalla, con un cinturón en una mano y un fusil en la otra. Guerreando siempre.
En este país las decisiones no se toman en consenso. No importa el bien común. Esas costumbres fueron exterminadas hace mucho tiempo porque nos volvían un pueblo débil, un pueblo esclavo. Una nación sensible.
En este país las verdaderas decisiones se toman sin consultar. Eso de las consultas y los referendos es de países que no quieren progresar, acá todo es digital. En El Salvador, el progreso tiene que ver con más calles, más aeropuertos y más edificios, el progreso guarda el olor del cemento, el asfalto y el hierro. El sonido de los yunques y los motores. Con la misma mano dura que se exterminó a los criminales, en el fondo más débiles que nosotros, debemos extinguir también los árboles y los venados. Las mariposas y los colibríes, símbolos de ese pasado que nos avergüenza.
En este país, las personas torcidas son las que no tuvieron cerca un adulto, llámese papá, mamá, abuela, tío que los disciplinara. Y esos pobres que no fueron corregidos son ahora parte de los ochenta mil que engrosan la población carcelaria. Por malos, por tatuados, por pobres, por no enderezados. Decidieron ser victimarios en lugar de víctimas y esto lo pagarán muy caro. ¿Podemos ver nombrados los cimientos de nuestra gloriosa nación? ¿No es acaso esta visión la misma que asesinó más de treinta mil campesinos en 1932 y la que pintó tantos espacios públicos con aquel viejo llamado de Haga patria, mate un cura que más de algún héroe de nación puso en práctica?
En El Salvador las leyes no están hechas para cumplirlas, los semáforos en rojo son una sugerencia, los reglamentos son para los tontos y las personas más admiradas son aquellas que consiguen más sin esforzarse, encontrando la trampita. Por eso admiramos al que más dice y no al que más hace, y también admiramos al político que prefiere pagar una multa que seguir los procesos, como lo hizo Nayib Bukele, o como dirían algunos “mejor pedir perdón que pedir permiso”, como también lo hizo el presidente.
Sin embargo, durante más de treinta años, este impetuoso país fue domado por oscuras fuerzas externas, por presiones internas y por algunos muertos que en nombre de su memoria, exigieron que ocultáramos nuestras verdaderas y heroicas pasiones. Pero luchamos, hicimos todo lo posible y no abandonamos nunca ese modelo del capataz de finca. Es solo que, de pronto, nos vimos obligados a seguirlo con disimulo. Pegar a la mujer de noche. Violentar a los hijos en silencio. Ocultar la pistola en el escritorio. Sobornar con un maletín negro. Alguien podría denunciarnos, a pesar de que siempre buscamos que el sistema no funcionara. Durante algunos años, los rifles fueron fundidos para construir otros sueños y las golpizas, en general, fueron consideradas de mal gusto. Este pobre paisito empezó a vivir su rabia desde el closet, aunque siempre había gestos de fuga y rebeldía, casi igual de violenta. El problema de esos años fue que la democracia, que los derechos humanos, que la paz y la transparencia… esas ridiculeces inventadas por quienes no saben enfrentarse a la vida.
Hasta que por fin… ¡por fin! llegó un hombre… un profeta, y sus discípulos que escucharon su llamado. Fue un enviado, desde lejanas tierras prometidas. Hablaba con la formidable indignación de quien ha tenido que contenerse por mucho tiempo. Nombró los dolores, los engaños, las humillaciones. Y el pueblo, ese pueblo obligado por años a vivir en el armario, lo celebró y lo siguió. Supo, por fin, que su tiempo había llegado, ahora podríamos humillar a quienes no pensaran como nosotros.
Lo importante es que pasamos página. Ya basta de esos líderes que golpeaban en la noche y escondían la mano. Tenemos derecho a odiar. Tenemos derecho a tomar las vidas de quienes no quieran perpetuar este orden establecido. Ya basta con vivir en el clóset de la democracia, porque, ¿A quién le ha servido esa democracia si no es a los débiles, a toda esa gentuza que piensa distinto?
Ya es hora de tomar lo que nos pertenece, celebremos así, con un estruendoso aplauso esta verdadera independencia, por fin salimos del clóset y podemos vivir como lo que somos, esta sociedad antidemocrática, violenta y autoritaria. Y que nadie quiera venir a meterse con nuestra decisión.
P.D. Pero por si a alguien le queda alguna duda, la academia, esa casa de la utopía y el pensamiento crítico, seguirá denunciando. No renunciaremos jamás a la esperanza. Vamos a señalar, vamos a denunciar, vamos a construir una sociedad más justa, donde todos los que pensamos distinto podamos conversar, sin temor a las muchísimas violencias que nos siguen habitando.
* Artículo publicado en el boletín Proceso N.° 104.