Promovido por la Conferencia Episcopal de El Salvador, el 15 de agosto inició en nuestro país el trienio sobre el legado de monseñor Romero, que cerrará en 2017 con la celebración del centenario de su natalicio. El tema del primer año es “Monseñor Romero, hombre de Dios”; el del segundo, “Monseñor Romero, obispo, hombre de Iglesia”; y el del tercero, “Monseñor Romero, servidor de los pobres”. Sobre el último tema, anticipamos algunas reflexiones a partir del discurso pronunciado por monseñor Romero con motivo del Doctorado Honoris Causa que le confirió la Universidad de Lovaina en febrero de 1980. Ahí encontramos un buen resumen de las razones que explican su opción por los pobres; opción que lo llevó a encarnarse en su mundo, a anunciarles una buena noticia, a defender su causa y a participar de su destino. Cuatro aspectos que siguen dando luz para evaluar y orientar el compromiso con las mayorías pobres. Veamos.
Encarnación en el mundo de los pobres. Lo primero es optar y estar solidariamente en el mundo de los débiles, pobres y oprimidos. Allí se encuentra a los campesinos sin tierra y sin trabajo estable, sin agua ni luz en sus precarias viviendas, sin asistencia médica cuando las madres dan a luz y sin escuelas cuando los niños empiezan a crecer. Allí se encuentra a los obreros sin derechos laborales, despedidos de las fábricas cuando los reclaman y a merced de los fríos cálculos de la economía. Allí se encuentra a las madres y esposas de desaparecidos y presos políticos. Allí se encuentra a los habitantes de tugurios, viviendo el insulto permanente de las mansiones cercanas. Para monseñor Romero, este es el hecho primordial de nuestro mundo, que es juzgado como una injusticia que clama al cielo, un devastador y humillante flagelo del que son víctimas millones de seres humanos. Esa encarnación, según Ignacio Ellacuría, significó, por un lado, que monseñor diera al pueblo todo lo que él era y tenía, y, por otro, que recibiera del pueblo lo mejor que este tenía.
El anuncio de la buena nueva a los pobres. Afirma monseñor que el encuentro con los pobres ha hecho recobrar la verdad central del Evangelio con que la palabra de Dios urge a conversión. La Iglesia tiene una buena nueva que anunciar a los pobres. Esos que secularmente han recibido malas noticias y han vivido peores realidades, oyen a través de la Iglesia la palabra de Jesús: “El Reino de Dios se acerca”, “dichosos ustedes los pobres porque de ustedes es el Reino de Dios”. Y desde allí tiene también una buena nueva para los ricos: deben convertirse al pobre para compartir con ellos los bienes del Reino. La buena nueva que se predica a los pobres es para devolverles dignidad y animarlos a que sean autores de su propio destino.
Compromiso en la defensa de los pobres. Para monseñor Romero, la Iglesia no solo se ha encarnado en el mundo de los pobres y les ha anunciado una buena noticia, sino que se ha comprometido firmemente en su defensa. Recordando las críticas palabras de los profetas de Israel, plantea que también entre nosotros existen los que venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias; los que amontonan violencia y despojo en sus palacios; los que aplastan a los pobres; los que hacen que se acerque un reino de violencia, acostados en camas de marfil; los que juntan casa con casa y anexionan campo a campo hasta ocupar todo el sitio y quedarse solos en el país. En esta situación conflictiva y antagónica, en que unos pocos controlan el poder económico y político, la Iglesia, sostiene Romero, se ha puesto del lado de los pobres y ha asumido su defensa. Y explica que no puede ser de otra manera, puesto que esa fue la actitud de Jesús de Nazaret, quien se compadecía de las muchedumbres abandonadas y empobrecidas.
Perseguida por servir a los pobres. Para el obispo mártir, esta defensa ha ocasionado algo nuevo en la historia reciente de la Iglesia: la persecución. Y de inmediato, hace un recuento de las víctimas de esa persecución desde marzo de 1977 hasta febrero de 1980: más de cincuenta sacerdotes atacados, amenazados y calumniados; seis asesinados; otros torturados y expulsados. La radioemisora del Arzobispado, instituciones educativas católicas y de inspiración cristiana fueron constantemente atacadas, amenazadas e intimidadas con bombas. Varios conventos parroquiales, cateados; y las religiosas también fueron objeto de persecución. Si esto sucedió con los representantes más visibles de la Iglesia, lo ocurrido al pueblo sencillo fue mayor, afirmó monseñor: ahí los amenazados, capturados, torturados y asesinados se contaban por miles. Al final, el mismo arzobispo también fue víctima de ese odio opresor que sufría el pueblo pobre.
Desde luego, la importancia dada por monseñor Romero a los pobres deriva de la centralidad que estos tienen para la tradición cristiana: el Dios de la Biblia es un Dios que escucha el clamor de los pobres; Jesucristo los consideró los primeros destinatarios de su mensaje; la Iglesia primitiva se preocupó diligentemente por ellos, de ahí que, tenían todo en común, nadie llamaba suyo a sus bienes, se repartía a cada uno según su necesidad. Por tanto, no había ningún necesitado entre ellos. Más cercano a nosotros y desde una motivación eclesiológica, Medellín recordó al mundo cristiano que debemos agudizar la conciencia del deber de solidaridad con los pobres. Esta solidaridad, según el documento, significa hacer nuestros sus problemas y sus luchas; lo que ha de concretarse en la denuncia de la injusticia y la opresión, en la lucha cristiana contra la intolerable situación que soporta con frecuencia el pobre y en la disposición al diálogo con los grupos responsables de esa situación para hacerles comprender sus obligaciones.
En el tercer tema, “Monseñor Romero, servidor de los pobres”, se encuentra una profunda verdad evangélica: según el capítulo 25 de Mateo, en el juicio de las naciones, lo que en realidad cuenta es nuestra actitud de aceptación o rechazo de los pobres, nuestra actitud de compasión o indolencia con los excluidos del mundo. En coherencia con esta verdad, Romero consideraba que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al Evangelio si dejara de ser “voz de los sin voz”, defensora de los derechos de los pobres, animadora de todo anhelo justo de liberación, orientadora, potenciadora y humanizadora de toda lucha legítima para construir una sociedad más justa. Por eso, es considerado no solo un servidor de los pobres, sino también su profeta.
Esa respuesta prioritaria al clamor de los pobres ha sido enfatizada por el papa Francisco en la Evangelii gaudium, cuando dice que para la Iglesia, la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios —explica— les otorga su primera misericordia. Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener los mismos sentimientos de Jesucristo. Y luego, afirma: “Quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos”. El servicio a los pobres, pues, no es una cuestión de tantas que se les plantea a la Iglesia y a los cristianos, sino algo urgente y fundamental. Hay que subrayar la centralidad de los pobres, pero no tanto como objetos de nuestros propios proyectos, sino como sujetos de la experiencia de fe y de su propio desarrollo. Caben, finalmente, unas preguntas: ¿cuáles son los nuevos rostros de los pobres?, ¿qué lugar ocupan en la Iglesia? Y ¿qué participación tienen en el mundo eclesial, social, económico y político?