Todos hablamos de la necesidad de cambios económicos y sociales, pero para que estos sean reales y puedan afianzarse, son necesarios los cambios de cultura. Los cambios legales siempre ayudan a crear cultura cuando hay personas que los han promovido desde la base social y los utilizan posteriormente. De lo contrario, el avance es nulo o al menos exiguo. Podemos verlo en nuestra Constitución. En ella se han introducido transformaciones importantes, como establecer la cultura, el bienestar económico y la justicia social entre los ocho fines fundamentales del Estado al servicio de la persona. Aunque ha habido algunos avances en estos casi cuarenta años de vigencia de la Constitución, todavía el sistema educativo es débil, el malestar económico es intenso y la injusticia social tiene un peso demasiado grande, mayoritario diríamos, en las relaciones sociales del país. O cambiamos de cultura o continuaremos hablando de estándares culturales de primer mundo con realizaciones económicas y sociales propias del tercero.
Probablemente son más los temas en los que necesitamos un cambio cultural, pero resultaría de gran beneficio para El Salvador conseguirlo en siete de ellos: el machismo, la pobreza, la corrupción, la inseguridad jurídica, el medioambiente, la desigualdad y la institucionalidad. El machismo, como la expresión más agresiva del dominio del fuerte sobre el débil, hay que desterrarlo de nuestro país. Una sociedad construida sobre el poder y abuso del más fuerte siempre estará en crisis. Sea el hombre sobre la mujer, el rico sobre el pobre o el militar sobre el civil, todo termina engendrando incapacidad para un desarrollo equitativo y justo. En segundo lugar, creer que la pobreza es natural y que siempre la habrá es otra fórmula cultural que debemos cambiar. La pobreza, tal y como existe entre nosotros, es injusta, intolerable y un freno para la construcción de un futuro digno.
La corrupción, sea política, empresarial o incrustada en diversos mecanismos e institucionalidades sociales, implica la cultura del vivo, del aprovechado y del interés individual sobre el público. Es delito y destruye la solidaridad y amistad social. Y con frecuencia produce otro de los problemas que debemos corregir: la inseguridad jurídica. Aunque en apariencia las leyes son justas, la interpretación de las mismas en sociedades con presencia de corrupción produce automáticamente inseguridad jurídica, aunque no muchos, ni siquiera gente formada, lo adviertan. Por ello, si unos jueces caen en el prevaricato, a poca gente le preocupa.
Por otra parte, cada vez hay más conciencia de la importancia del medioambiente. Sin embargo, en el país tienen más fuerza las constructoras de edificios que deforestan zonas de importancia medioambiental o resecan acuíferos, mercaderes de terrenos que no están interesados en un adecuado ordenamiento territorial, transportistas despreocupados por el control de gases contaminantes, y políticos y gentes del buen vivir que al encontrarse en comodidad no advierten los peligros medioambientales que nos esperan. Desastres como los que hemos vivido en esta época de invierno debían acrecentar la conciencia y cambiar la cultura respecto al cuido del medioambiente.
Y por último, dos temas ligados entre sí: la desigualdad y la institucionalidad. Cuando la desigualdad nos parece natural, la institucionalidad se pone automática y sistemáticamente al servicio de ella. Si creemos que somos desiguales en dignidad, tendremos varios sistemas públicos de salud, protegiendo y favoreciendo más a quienes consideramos más dignos o tienen más recursos. Y lo mismo haremos en la educación, en la vivienda, en el sistema judicial y en el resto de instituciones, incluidas las carcelarias. Que la institucionalidad esté al servicio de la igualdad es una urgencia básica para el desarrollo de El Salvador, aunque todavía muchos de nosotros no hayamos caído en la cuenta.
* José María Tojeira, director del Idhuca.