El discurso presidencial del 15 de septiembre revela a un Gobierno escaso de ideas para resolver la crisis nacional. Más a la expectativa de lo que pudiera pasar que creativo y dinámico. Pero las crisis no se superan desde la pasividad y la indiferencia. Además de las alusiones acostumbradas a la independencia y de una destacada mención a su dimensión centroamericana, el discurso insiste machaconamente en la necesidad y la urgencia del diálogo, la negociación y el acuerdo. En efecto, las voces más utilizadas en el discurso son “unidad”, al menos nueve veces; “acuerdo”, unas ocho menciones; “diálogo” y “consenso”, con al menos cuatro repeticiones. No satisfecho con su insistencia, el escribano recurre a otras voces relacionadas como “alianza”, “reconciliación”, “construcción”, “solidaridad” y “fraternidad”. Estas repeticiones, una manera muy pobre de subrayar un interés particular, hacen bastante pesado un discurso más bien breve.
La finalidad del diálogo, de la negociación y del acuerdo tampoco supera la generalidad. El discurso se mantiene en la vaguedad al hablar de dinamizar la economía; de bienestar y justicia económica y social; de desarrollo, oportunidades y equidad; de fortaleza ante la adversidad; de mejor futuro; de buen vivir y vivir a gusto; de superar la violencia y la injusticia; y de programas sociales. Las metas más concretas, señaladas por el discurso, son el pacto fiscal, la responsabilidad tributaria, la persecución de la corrupción, la distribución equitativa de la riqueza, el salario mínimo y las pensiones. A pesar de su concreción, estas metas forman parte de la misma lista que las anteriores. Es decir, el discurso no se molesta en priorizar ni en precisar contenidos.
A pesar de la insistencia en la unidad, el diálogo, la negociación y el acuerdo, el discurso no señala el camino hacia esa unidad, ni ofrece ningún detalle sobre el diálogo, ni sobre qué y cómo negociar un acuerdo. Por lo tanto, aparte de enfatizar la necesidad urgente de un entendimiento político entre el Gobierno y la oposición, el discurso no se aventura a más. Da la impresión de que la simple repetición tiene el poder de hacer realidad las aspiraciones gubernamentales. En sí mismo, el contenido del discurso es correcto, pero es demasiado general como para dirigir el curso de la realidad nacional hacia donde asegura que desea llegar.
La gravedad de la crisis, que afecta directamente a la mayoría de la población, exige propuestas concretas y viables. El diálogo y la negociación requieren que las partes abandonen sus posturas adquiridas y cedan. Pero para eso se necesita de visión y audacia políticas. Dado el fervor patriótico de los políticos, de los grandes empresarios nacionales y de la gran prensa, la conmemoración del 15 de septiembre ofrecía una buena ocasión para plantear la apertura del Gobierno, los términos del diálogo y la agenda de la negociación. Pero aquel dejó pasar la oportunidad para forzar a la oposición política a comprometerse con la búsqueda de soluciones reales o a mostrar su intransigencia. En cualquiera de las dos opciones, el Gobierno se hubiera apuntado un triunfo político y social.
La perspectiva del discurso parece sugerir que es la oposición la que se niega a negociar un acuerdo. Pero esta, por su lado, responde que el obstinado es el Gobierno. Mientras tanto, el pueblo desposeído y violentado huye en desbandada hacia el norte. En realidad, ninguno de los dos está es disposición de alcanzar acuerdos. Los dos apuestan a las próximas elecciones presidenciales como si estas fueran a marcar un nuevo comienzo. No tienen conciencia de que cualquiera que gane se enfrentará con los mismos desafíos, pero más complejos. Más aún, el Gobierno actual tiene que encontrar la manera de llegar al final del mandato sin caer en mora. Si ninguno consigue la mayoría legislativa, comenzará otro ciclo similar.
El enfoque de la impunidad es una prueba adicional de la incapacidad gubernamental. Por un lado, el discurso declara que el “sentimiento de unidad de país […] nos permite reconocer la verdad del pasado y buscar el perdón y la reconciliación que hagan perdurable la paz”. Pero, por otro lado, también afirma que “no debemos volver al pasado” si no es “para recoger el legado de los […] ahora llamados padres y madres de la patria”. Pareciera, entonces, que se debiera acudir a ellos para alcanzar un pacto fiscal, combatir eficazmente la corrupción, elevar el salario mínimo y contribuir a una distribución más equitativa de la riqueza.