Washington y su política para el Triángulo Norte figuran en la lista de los incómodos del presidente Bukele. La Casa Blanca de Biden está convencida de que la presión de los inmigrantes centroamericanos en su frontera sur disminuirá si las condiciones de vida en los países de origen mejoran sustancialmente, si se abren oportunidades, si la convivencia es pacífica y si hay estabilidad política. La nueva política no es, por tanto, una simple versión revisada de la política de Trump, como alega un Bukele desdeñoso. Erradicar las causas primarias de la emigración exige voluntad política, una gigantesca inversión y tiempo. Washington está dispuesta a colaborar si se garantiza que el dinero será invertido correctamente, algo que no ha sucedido en el pasado reciente. Aquí es donde perseguir la corrupción adquiere dimensión estratégica.
La prioridad de la política de Washington para el Triángulo Norte es contener la inmigración irregular en la frontera sur. En este sentido, no es diferente de la de Trump. La presión de los inmigrantes ha convertido dicha frontera en un problema de seguridad nacional para Estados Unidos. Su extensa longitud dificulta la vigilancia, el trámite para solicitar asilo o residencia es obsoleto, y la cantidad de solicitudes lo ha hecho aún más obsoleto y ha creado una crisis humanitaria. Adicionalmente, el tema de la frontera y la inmigración es arma arrojadiza en la política interna estadounidense. Los republicanos la utilizan para ganar votos; los demócratas han prometido apertura, pero no pueden reformar la legislación sin los republicanos, que se resisten para no concederles ese triunfo. Mientras tanto, la tensión crece en la frontera y en las comunidades de irregulares ya residentes.
Aunque el bienestar social centroamericano es una mera consecuencia de la nueva aproximación de Washington al fenómeno de la inmigración, no por eso es menos importante. Sin embargo, las implicaciones de ese enfoque incomodan a regímenes como el de Bukele, en cuya agenda no figuran sus elementos esenciales. Mientras la corrupción campee por sus fueros, habrá mayor desigualdad, no se abrirán oportunidades, ni se alcanzará la paz social. El despojo, la indiferencia y el abandono empujan a huir al norte, muy a pesar de los riesgos de la travesía y de la ruptura con los seres queridos. El año pasado, el flujo migratorio disminuyó hasta casi detenerse, no porque las causas hayan desaparecido, como quisiera el presidente Bukele, sino por el cierre de las fronteras. Una vez abiertas, el flujo no solo se ha reanudado, sino que los motivos para emigrar son aún más poderosos. La pandemia acarrea más desempleo, más desencanto y más frustración.
El enfoque de Washington es acertado, pero insuficiente. Erradicar las causas primarias de la emigración entraña una reforma estructural que las oligarquías financieras neoliberales de la región no están dispuestas a tolerar. Empeñadas en explotar al máximo los recursos disponibles, no reparan en las consecuencias sociales y ambientales. Más aún, la emigración les resulta muy rentable. El año pasado, las remesas percibidas por el Triángulo Norte ascendieron a 23 mil millones de dólares, lo cuales alimentaron la transacción financiera, el consumo y, en el caso de El Salvador, contribuyeron a mantener el dólar en circulación. Esas oligarquías, que se declaran incondicionales de Estados Unidos, trasladan a su frontera sur a los que su explotación extrema descarta.
Si Washington desea realmente contener la crisis fronteriza, debe hacer que sus aliados centroamericanos asuman su responsabilidad e introduzcan la reforma estructural que vuelva innecesario emigrar. No debe hablar solo con los funcionarios y los políticos, sino también emplazar al gran capital corporativo. En concreto, puede exigir la misma tasa impositiva que Biden plantea aplicar a dicho capital en Estados Unidos para atenuar la crisis socioeconómica creada por la pandemia. O, al menos, debiera exigir una reforma fiscal progresiva, no como la que Bukele negocia con el FMI, que castiga a los ingresos más bajos. De lo contrario, su multimillonaria inversión caerá en saco roto.
Simultáneamente, Washington ha de negociar un acuerdo bipartidista para reformar drásticamente su legislación migratoria. Asimismo, no debe tolerar que las tendencias antiinmigrantes y racistas boicoteen ese intento. En cualquier caso, no debe caer en la tentación de recurrir a la fuerza militar para contener un fenómeno de naturaleza social. El problema no lo constituyen los inmigrantes, sino las condiciones en las que los obligan a mal sobrevivir. Por tanto, la solución no está en la frontera, sino en los países de origen. De todas maneras, Estados Unidos no debe olvidar que necesita trabajadores y que migrar y solicitar asilo son derechos.
En el ámbito regional, Washington no cuenta con la colaboración entusiasta de los gobernantes del Triángulo Norte. No están interesados en suprimir las causas del fenómeno ni están dispuestos a enfrentar a los grandes capitales, mucho menos a combatir la corrupción. El presidente Bukele puede hablar de la emigración, pero la corrupción y la institucionalidad democrática lo incomodan sobremanera. En definitiva, los inmigrantes no son su problema.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.