La semana pasada, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos envió a El Salvador un informe en el que señalaba el bajo seguimiento estatal a algunas de sus recomendaciones dadas al Gobierno en 2021. Responder a víctimas del pasado de guerra reparando y haciendo justicia, algunos aspectos de seguridad ciudadana, el acceso a la información pública, la libertad de prensa y la situación en las cárceles derivada del régimen de excepción son parte de los puntos que la Comisión considera pendientes o de bajo o nulo cumplimiento. También se menciona como preocupante la carencia de investigación sobre agresiones a defensores de derechos humanos. Y se recuerda la negativa a firmar el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura. Sobre algunos de estos temas conviene hacer algunas reflexiones, que ojalá condujeran a cambiar pensamientos y actitudes.
El Gobierno dice que en El Salvador no hay tortura. Nada le sería más útil para demostrarlo que ratificar el Protocolo Facultativo. Aunque mucha gente, acostumbrada al castigo físico como método educativo en la casa e incluso en las escuelas, no considera como tortura los malos tratos e incluso los golpes en las cárceles, los repetidos testimonios de personas que adquieren su libertad por haber estado detenidas sin motivo hablan de tratos crueles y degradantes; en otras palabras, de tortura. La agresiones e insultos a los defensores de derechos humanos deberían también ser investigados. De nuevo, la cultura del insulto relativamente habitual en nuestra sociedad tiende a quitarle importancia al tema. Pero cuando la población ve que se insulta incluso a las madres que buscan a sus hijos desaparecidos, abundan los que comienzan a pensar que las autoridades gubernamentales tienen una seria falla a la hora de defender a personas que ejercen y reclaman sus derechos con plena razón y justicia. La indiferencia ante la agresión verbal puede convertirse, con el paso del tiempo, en complicidad con otro tipo de violencias.
Lo más sorprendente en estos casos es el silencio de las estructuras estatales dedicadas a la defensa de los derechos humanos. Se puede entender que el comisionado presidencial para dichos derechos se ponga siempre a la defensiva frente a las denuncias ciudadanas y niegue realidades evidentes. Toda la impresión es que se trata de una persona contratada para hacer eso. Pero que en la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos no se diga ni una palabra respecto a las preocupaciones de la Comisión Interamericana resulta inexplicable. De nuevo, la única explicación es que el nombramiento de sus autoridades haya estado condicionado al silencio respecto a denuncias ciudadanas. Se les permite dar cursos sobre derechos humanos, hablar de ellos en general, manifestar incluso algunas preocupaciones de orden abstracto y general, pero decirle públicamente al Gobierno, por poner un ejemplo, que es necesario ratificar el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura se convierte en una misión imposible a pesar de su manifiesta sencillez.
Defender derechos humanos es una de las tareas más nobles que existen. Los defensores se podrán equivocar en algunas cosas y en algunos momentos, como nos equivocamos todos los seres humanos. Pero permanecer callados ante evidencias es traicionar la función de defensoría que tienen algunas instituciones del Estado. Es, además, favorecer la cultura de la violencia. Pues la violencia no es solamente la acción delictiva de la gente que debe ser llevada a juicio, sino también la falta de justicia, la ignorancia y silencio ante el sufrimiento de inocentes, detenidos y humillados irrespetando normas básicas del Estado de derecho. Aunque algunos hayan tenido causas pendientes, si la tortura está prohibida por la Constitución, tomarse el tema a la ligera es fomentar la cultura de la violencia.