Después de la jornada del sábado, es tiempo de agradecer. No solo a quienes trabajaron en preparar ese encuentro de fe y esperanza del pueblo salvadoreño, sino también a quienes pusieron su entusiasmo, alegría y participación en esa mañana del sábado 23 de mayo. Decía el Quijote que “bien puede ser que un caballero sea desamorado, pero no puede ser, hablando en todo rigor, que sea desagradecido”. Y ser caballero significaba para el Quijote lo que hoy podríamos llamar dignidad de la persona. Esa capacidad de ser libre y saber apreciar y agradecer lo que tiene verdaderamente valor, unirse a ello, mostrarse benevolente y capaz de recibir con alegría los dones ajenos. Hay que agradecer, pues, a todos los que desde su fe, su trabajo y su oración prepararon el día de ratificación eclesial de la santidad de Romero.
Hay que agradecer, en primer lugar, al pueblo salvadoreño. Y no solo por la masiva presencia, calculada por algunos medios internacionales en trescientas mil personas. Sino también, y sobre todo, por ese hondo sentido cristiano popular que consideró desde el primer momento a Romero un santo y comenzó a honrarlo, a rezar ante él y a recordarlo sistemáticamente en el día a día y en los aniversarios de su asesinato. Hay que agradecer también a quienes acompañaron a este pueblo en su devoción a lo largo de los 35 años previos a la llegada a los altares. Tanto a los de dentro de El Salvador como a los de fuera, regados por tan diversas partes del mundo. Asimismo es indispensable agradecer a algunos de los que ya no están entre nosotros, a estos sí por su nombre. Monseñor Rivera, que siempre mantuvo su amistad y solidaridad con Romero, e inició la causa de beatificación en tiempo de guerra ante la indiferencia, cuando no el enojo, de algunos poderosos. María Julia Hernández, romerista de corazón, a quien debemos que las homilías de monseñor no se hayan perdido. A Ellacuría y sus compañeros mártires, que de un modo sistemático y lleno de calidad multiplicaron la comprensión y el conocimiento de Romero.
La lista sería interminable si quisiéramos incluir a todos los biógrafos, de dentro y de fuera del país, y a los que han escrito o editado algo sobre o de monseñor Romero. A todos ellos les debemos el cultivo de la memoria y la inclusión de nuevos devotos del mártir. (Y dicho sea de paso, por supuesto con todo respeto a la normativa vigente, recordemos que la Iglesia primitiva, a la que debemos seguir y volver constantemente, cuando consideraba a alguien mártir, no hacía distinciones entre santo y beato. Mártir era el título más importante y definitivo de ejemplaridad y santidad.) Hay que reconocer entre los que nos acompañan en el peregrinar por esta tierra a monseñor Urioste, sacerdote de espectacular talla que acompañó el latir de nuestra Iglesia como vicario general durante tres arzobispados y que ha sido el referente más importante de los valores de Romero. Su labor al lado del arzobispo mártir y su defensa sabia y permanente del mismo nos dejan a todos en deuda con él.
Nuestro actual arzobispo, monseñor Escobar, y su auxiliar, Mons. Gregorio Rosa Chávez, fueron firmes impulsores del proceso. Mons. Rafael Urrutia y su grupo de colaboradores, aparte de otros muchos trabajos, organizaron en tiempo récord una verdadera fiesta de fe el sábado pasado, que transcurrió con orden y devoción. El Gobierno colaboró con la organización del encuentro de fieles de un modo generoso, eficaz y discreto. Y finalmente hay que mencionar a los padres Santos Belisario y Lucio Reyes, que comenzaron la animación de la jornada a las tres de la tarde del viernes en catedral, siguieron con la procesión a las cinco de la tarde y dieron seguimiento a la misa vespertina, para quedarse después hasta las cinco de la mañana, en medio de la lluvia, animando la vigilia. Y posteriormente, a las seis de la mañana, iniciaron la preparación de la eucaristía, acompañando a la gente hasta prácticamente las diez de la mañana. Son el símbolo de muchos sacerdotes y párrocos que en silencio y en humildad derrocharon esfuerzos y pasión en favor de la causa de Romero.
Qué duda cabe, después de ver la impresionante expresión de piedad del sábado, que monseñor Romero es de todos nosotros, de América Latina y del mundo. Es nuestro, pero es de todos al mismo tiempo. Es eclesial y universal. Es ejemplo de nuevas formas de martirio, al lado de las víctimas de la historia contemporánea, cerca de los débiles, apoyándoles con la fuerza de su palabra y con su ternura y cariño de pastor. Y es, al mismo tiempo, voz de esperanza, conciencia radical de humanidad, expresión actual de cómo, en tiempo de crisis, servir y amar al estilo del que todos consideramos Señor de la historia, Jesucristo. Agradecer es de corazones nobles, y por eso todos decimos hoy, simple y sencillamente, gracias.