Transparencia contra secretismo

En el actual Gobierno, las reservas de información crecen como la espuma. Qué hay debajo de tanta reserva no se sabe, porque las explicaciones que se dan son demasiado variadas. Se reserva información por seguridad nacional, por secreto comercial, para que no nos roben las ideas, y por muchas otras razones. Se reservan estudios de factibilidad de obras y construcciones; contratos y compras públicas; gastos en medicinas; consultorías y estudios de la supuesta cantidad de oro que existe en el país. De vez en cuando el Gobierno decide que la información que se le pide no existe. Algunos ministerios no actualizan sus índices de información desde hace algunos años. La gente tiene acceso a la propaganda oficial, pero no a la información pública. Con tanta reserva de información y simultáneamente tanta propaganda de maravillas y éxitos gubernamentales, quienes tienen sentido crítico desconfían cada vez más de la rectitud con la que se estén manejando los asuntos públicos. Y es normal que la desconfianza crezca. Porque donde no hay cuentas ni información clara, la tendencia a la corrupción aumenta. La falta grave de información es típica de los paraísos fiscales; y todos sabemos que la trampa y el engaño abundan en los bancos y negociaciones de esos países.

El Salvador no es un paraíso fiscal, pero tampoco un paraíso a secas. La pobreza, el deterioro ecológico, la contaminación de los ríos, las desigualdades, un sistema judicial débil y dependiente, la fragilidad y limitaciones de nuestras instituciones de protección social chocan con la catalogación de país de desarrollo medio-alto con la que nos califican algunas instituciones internacionales. Que en medio de la crisis de confianza ciudadana que ha desatado la nueva ley de minería se nos diga que no se pueden mostrar los supuestos estudios existentes sobre la cantidad de oro y otros minerales valiosos que también supuestamente abundan en el país, raya en el desprecio absoluto a la inteligencia ciudadana. La excusa de decir que son secreto comercial, sin informar quién hizo esos informes, cuánto dinero le costaron al Estado (si es que costaron algo) y cuándo se hicieron, difícilmente se sostiene. Más bien se pide una fe ciega en las palabras del líder. El hecho de que en ocasiones se nos hayan dicho mentiras evidentes hace sospechar que se nos niega información para que no descubramos mentiras.

Negar información puede tener alguna ventaja en el corto plazo. Pero en el largo o el mediano, termina llevando al fracaso. Primero porque cansa a la gente. Si el país es, al menos teóricamente, de todos, y la persona, como dice la Constitución, es “el origen y el fin de la actividad del Estado”, negar información a la gente y rechazar la rendición de cuentas generan desconfianza y sospechas de todo tipo. Somos un país pequeño en el que muchas personas se conocen, tienen contactos, ven cosas y comentan. Querer silenciar la debida información no satisface a nadie. En el tema del oro en particular, ya hay gente diciendo que no hay más información que la que pueden dar la empresas mineras interesadas en tener explotaciones rentables para ellas.

Por otro lado, las instituciones que reclaman información o simplemente derogación de la ley actual de minería son instituciones mucho más serias, humanistas y solidarias que las empresas mineras. Escuchar a la Iglesia y a otras instituciones sería bueno para el Gobierno. Rechazar las peticiones y reflexiones de ellas solo provocará una reducción de la confianza en las instituciones estatales. Insistir, en ese contexto, en reservar información tanto respecto a los riesgos de la minería como a la supuesta cantidad de oro existente y las relaciones con compañías extractivistas, no hace más que aumentar la incomodidad y el descontento de muchos ciudadanos. Dialogar con transparencia es mucho mejor camino tanto para mantener a largo plazo la aprobación ciudadana como para lograr un desarrollo humano rico en valores y solidaridad.