Treinta años buscando justicia: la condena del coronel Montano

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Martha Doggett
11/11/2020

El 11 de septiembre de 2020, la Audiencia Nacional de Madrid emitió una sentencia sobre un caso penal notable, por hechos sucedidos hacía más de treinta años: el coronel Inocente Orlando Montano fue declarado culpable de cinco cargos de asesinato. Montano era viceministro de Seguridad Pública de El Salvador el 16 de noviembre de 1989, cuando seis sacerdotes jesuitas y dos mujeres fueron asesinados en el campus de la universidad más prestigiosa del país. Estos asesinatos por parte de la Fuerza Armada marcarían el comienzo del fin de la guerra civil. También fue notable el papel del Congreso de los Estados Unidos, cuya búsqueda tenaz de la justicia hizo avanzar la investigación en momentos críticos.

Yo estaba en El Salvador en ese momento por casualidad, enviada por el Lawyers’ Committee for Human Rights (Comité de Abogados para los Derechos Humanos) con el fin de investigar presuntos crímenes contra los derechos humanos y también los esfuerzos financiados por Estados Unidos para promover la reforma judicial. Una semana antes de los asesinatos, un funcionario de la embajada de los Estados Unidos me dijo que la guerrilla era una pequeña banda dispersa por las montañas, destinada a ser irrelevante en el plazo de unos meses. Y el Congreso, que había enviado no solo asesores militares estadounidenses, sino también, entre 1980 y 1991, casi 6 mil millones de dólares en ayuda económica y militar, se centraba ya en otros asuntos. La opinión predominante era que la estrategia de los Estados Unidos estaba funcionando. Un empresario conservador presentable había asumido la presidencia del país, demostrando que no había nada que temer de su partido de extrema derecha, Arena. O eso era lo que se pensaba.

Ese análisis se demostraría espectacularmente equivocado de dos maneras. En primer lugar, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) estaba lejos de ser irrelevante. Tanto que el 11 de noviembre de 1989 sus fuerzas lanzaron una gran ofensiva militar: un ataque coordinado a la capital. En segundo lugar, la situación de los derechos humanos estaba lejos de estar bajo control. La universidad jesuita, donde residían los sacerdotes de la orden, estaba frente al cuartel general del Alto Mando y fue rodeada por tropas dos días después de iniciada la ofensiva. Un batallón de élite, entrenado y financiado por Estados Unidos, registró la residencia jesuita, donde el P. Ignacio Ellacuría vivía con otros siete compañeros.

Ellacuría, de origen español, era un filósofo y teólogo de fama mundial, que abogaba por buscar una solución negociada al conflicto. Incluso había facilitado comunicaciones entre el Ejército y la guerrilla. Ellacuría, probablemente el objetivo principal de los asesinos, estaba en España cuando estalló la ofensiva y se había apresurado a regresar a El Salvador para continuar con sus esfuerzos en la búsqueda de la paz. En las primeras horas del 16 de noviembre, los soldados obligaron a Ellacuría y a cuatro de sus hermanos sacerdotes a tumbarse boca abajo en el césped y luego los ametrallaron. Otro sacerdote fue asesinado dentro de la residencia. La ama de llaves, Julia Elba Ramos, y su hija adolescente, Celina, también fueron asesinadas a tiros. Fue el esposo de Julia quien encontró los cadáveres a la mañana siguiente y se dirigió a la cercana residencia del provincial jesuita para informar lo que había visto.

Días después de los asesinatos, pedí una cita para ver al P. José María Tojeira, el joven provincial jesuita, que estaba al frente de una situación para la que nadie podía estar preparado. Me mostró fotografías de los cuerpos manchados de sangre y compartió conmigo sus primeros intentos de averiguar quién había dado la orden de matar. Cuando comencé a explicarle qué podíamos hacer en el campo internacional de los derechos humanos para buscar que se hiciera justicia, Tojeira rápidamente me detuvo. No queremos que se haga nada especial, dijo: eligieron vivir como salvadoreños y ahora han muerto como salvadoreños; sus muertes quedarán impunes, junto con las otras 70,000 muertes de civiles.

A finales de noviembre de 1989, hice la ronda por el Capitolio de Washington, visitando a asesores de congresistas y a algunos miembros del Congreso que habían seguido el conflicto y participaban activamente en el proceso político. Estaba claro que los brutales asesinatos habían reavivado el interés en El Salvador. A principios de diciembre, el entonces presidente de la Cámara de Representantes, Thomas Foley, nombró a diecisiete demócratas de la Cámara para formar un grupo de trabajo, dirigido por el indomable Joe Moakley de Massachusetts, para dar seguimiento a la investigación del asesinato. Quizás podría haber justicia para al menos ocho víctimas de entre las muchas que habían muerto. Cuando regresé a El Salvador, a principios de 1990, el P. Tojeira se había unido a esa esperanza.

El grupo de trabajo dirigido por el representante Moakley, y compuesto por un equipo de ayudantes sumamente comprometido y tenaz, emitió informes periódicos que fueron noticia tanto en los Estados Unidos como en El Salvador. Su honestidad mordaz hizo imposible que la administración de George H. W. Bush y el Gobierno salvadoreño encubrieran el crimen y siguieran adelante. Pasé la mayor parte de los siguientes cinco años trabajando exclusivamente en el caso, uniéndome a una red internacional en constante crecimiento, formada por jesuitas, activistas de derechos humanos y equipos legales. En 1991, un coronel y un teniente del Ejército fueron condenados en un tribunal, sentenciados a treinta años y luego amnistiados en 1993. Pero no hubo rendición de cuentas para los mandos superiores, los que dieron la orden de matar. Según la Comisión de la Verdad, tomaron la decisión de lanzar el operativo en la UCA en una reunión del Alto Mando de la Fuerza Armada.

La jurisdicción internacional de España hizo posible que el Center for Justice and Accountability de San Francisco presentara el caso ante la Audiencia Nacional de Madrid en 2008, señalando a los principales mandos superiores que, según informes, habían dado la orden de matar a Ellacuría y no dejar testigos. El juicio en España se ha desarrollado en un mundo que ha cambiado mucho. Los procedimientos judiciales en sí tuvieron que adaptarse a las exigencias del coronavirus. Y en medio de la parálisis y polarización que reina actualmente en Washington, el trabajo del Congreso sobre el caso de los jesuitas en la década de 1990 nos recuerda el papel constructivo que pueden desempeñar los funcionarios electos para garantizar que los derechos humanos sigan siendo centrales en la política exterior.

Si bien los miembros del grupo de trabajo de Moakley eran demócratas, algunos republicanos los acompañaron en sus viajes a El Salvador, y el personal se esforzó por mantener a todos involucrados. Para el propio Moakley, era importante incluir al difunto representante John Murtha en el grupo de trabajo. Murtha era conocido como un ex marine conservador, veterano de Vietnam, que se oponía al control de armas. Su participación, y su respaldo a los hallazgos del grupo de trabajo, inspiró confianza en las filas republicanas.

Para el nuevo Congreso de los Estados Unidos, que asumirá sus funciones en enero de 2021, los asesinatos de seis sacerdotes jesuitas y dos mujeres en un pequeño país centroamericano, y la búsqueda de la verdad y la justicia durante más de treinta años, deberían servir como recordatorio oportuno de que los derechos humanos deben ser un principio rector de cualquier política exterior. Si bien las circunstancias han cambiado mucho, hay elementos que permanecen constantes. Estados Unidos continúa ejerciendo influencia en Centroamérica, aunque la política estadounidense se reduce ahora a detener el flujo de inmigrantes y a continuar la guerra contra las drogas.

La historia de los jesuitas asesinados nos recuerda la importancia de que los derechos humanos sigan siendo un principio político central, y los peligros potenciales cuando esto no es así. También nos recuerda el papel constructivo que los funcionarios electos pueden desempeñar en la búsqueda de la verdad y la rendición de cuentas, tanto por sus propias acciones como por las de los socios internacionales.

 

[Traducción por Pedro Armada, S.J.]

 

* Martha Doggett trabajó en las Naciones Unidas en Haití y El Salvador y es autora de "Death Foretold: The Jesuit Murders in El Salvador" (Georgetown University Press, 1993), publicado en 1994 por UCA Editores con el título Una muerte anunciada. Entre 2006 y 2017, dirigió la División de las Américas en el Departamento de Asuntos Políticos de la ONU. Este artículo se publicó originalmente en la edición de noviembre de Commonweal, una revista estadounidense.

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