Se ha dicho tanto sobre el cierre de la oficina de Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador que, a estas alturas, seguir hablando de lo mismo podría parecer innecesario. Pero vale la pena decir algo, y eso comienza por preguntarse lo que para alguna gente parece no estar del todo claro: ¿qué significa la palabra "tutela"? Sencillo: es el auxilio o la protección que le da una persona o una institución a alguien. No hay dónde perderse. Y precisamente con ese afán es que nació la institución arquidiocesana que, en estos días, ha estado en los primeros sitios de la agenda de los medios informativos; nació en tiempos de conflicto armado y en el marco de una práctica cotidiana de graves violaciones de derechos humanos, cometidas en su inmensa mayoría por agentes estatales.
Desde que monseñor José Luis Escobar Alas anunció el intempestivo y poco claro cierre de la entidad, se ha escuchado y leído de todo. Pero lo que importa es plantear algunas reflexiones sobre la validez de mantener con vida esfuerzos similares al que realizó, por más de 31 años, la oficina humanitaria del Arzobispado de San Salvador en un país donde, por mucho que se insista en lo contrario, las cosas no han cambiado tanto, pues la sangre sigue corriendo y el hambre la siguen padeciendo las mayorías populares.
La tutela legal y legítima de los derechos humanos en El Salvador, principalmente a favor de los sectores en condiciones de mayor vulnerabilidad, no puede ni debe morir. Primero, por el ayer de ese doliente y valiente pueblo. Esa tutela comenzó en agosto de 1975, cuando Segundo Montes promovió la creación del Socorro Jurídico Cristiano con unos abogados ya fogueados y un grupo de entusiastas jóvenes que estudiaban leyes. Todos, comprometidos con las enseñanzas de la Iglesia derivadas del Vaticano II y Medellín, iniciaban el esfuerzo de ir al encuentro de la población marginada de la justicia por sobrevivir en la infame condición de la exclusión inhumana.
"Con monseñor Romero, Dios pasó por El Salvador". Así, con esa frase corta y de antología, Ignacio Ellacuría, también parte del martirologio nacional, resumió la administración arquidiocesana de quien está cada vez más cerca de subir a los altares. Y con monseñor Romero, el Socorro Jurídico Cristiano pasó del Colegio Externado de San José al palacio arzobispal; pasó, con sus integrantes, a estructurar el guion de la denuncia profética que, domingo a domingo, lanzaba "la voz de los sin voz" en defensa de los derechos humanos de un pueblo ultrajado. Así se trabajaba, con verdad y rigor, el reclamo valiente de Romero en favor de las víctimas de la barbarie; se trabajaba sin distinción alguna en favor de las víctimas a las que, en la posguerra, ningún Gobierno de turno ha tomado en serio cuando plantean sus exigencias de verdad, justicia y reparación integral.
Quisieron silenciar esa voz con un solo y simple disparo mortal, pero ni así lograron su objetivo. "Si me matan", dijo el obispo mártir, "resucitaré en el pueblo salvadoreño". Y resucitó de muchas maneras. Una fue con Tutela Legal, instituida en 1982 por su sucesor y fiel depositario de su legado: monseñor Arturo Rivera y Damas, quien junto a la directora de la oficina, María Julia Hernández, forjaron entonces la herramienta más valiosa para el acompañamiento de las mayorías populares, en su calvario empedrado por las muertes lenta y violenta.
La tutela legal y legítima de los derechos humanos en El Salvador tampoco puede ni debe morir por el presente del pueblo salvadoreño, donde esa muerte lenta —la del hambre— y esa muerte violenta —la de la sangre— siguen paseándose por todo el país, sumando víctimas entre los mismos de siempre: los excluidos y vulnerables. Tampoco puede ni debe morir porque la superación de la impunidad es la deuda más grande de una transición, feliz solo para quienes pactaron silenciar sus armas y disfrutaron de paz junto a sus cómplices, patrocinadores y comparsas.
Y porque sigue pendiente golpear el muro de esa impunidad, no es tiempo de cerrar y esconder los archivos del terror. Todo lo contrario, es necesario sacarlos de los lugares donde siguen ocultos; ejemplo de esto son los testimonios recopilados por la Comisión de la Verdad, que se encuentran en quién sabe qué sótano de las Naciones Unidas, y que deberían estar en manos de quienes sufrieron las atrocidades y presentaron sus denuncias ante ese organismo. Esa causa, la lucha sin tregua contra una impunidad fortalecida con la ignominiosa amnistía para los criminales, enarbolada también por la oficina del Arzobispado hasta hace unos días, es la que con su triunfo hará brillar la paz para esa gente que vive abandonada por la justicia.
Por ese mañana luminoso y ansiado, tampoco puede ni debe morir la tutela legal y legítima de los derechos humanos en El Salvador. La Iglesia no puede ni debe permitirlo, para hacer valer las palabras de Francisco en Brasil: "Ningún esfuerzo de pacificación será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia a una parte de sí misma".