San Salvador no soportó la primera tormenta del año. Menos de una hora de lluvia dejó árboles, rótulos y postes del tendido eléctrico caídos; láminas en el suelo; sistemas de comunicación paralizados; viviendas con daños; redes de comunicación cortadas; tráfico colapsado; calles inundadas; edificios dañados y escorrentías. Parece que, una vez más, la jungla de cemento capitalina ha evidenciado que no puede adaptarse a las condiciones naturales. Esta realidad desastrosa se une a los estragos materiales y humanos que han dejado en todo el territorio otras tormentas más grandes y nos hace recordar, nuevamente, que cualquier viento puede tumbar al país. Sin embargo, esta sucesión de catástrofes no es casual.
Según el índice ND-GAIN de la Universidad de Notre Dame, El Salvador es uno de los países latinoamericanos con mayor vulnerabilidad al cambio climático, definida esta como la susceptibilidad, probabilidad o predisposición que tiene un país o ecosistema de ser afectado o dañado por eventos naturales. En los países, este nivel de vulnerabilidad está condicionado por la infraestructura, la gobernanza y las características culturales, económicas, sociales y ambientales del territorio. Por ejemplo, la deforestación, relacionada en muchos casos con la expansión urbanística desordenada, se encuentra dentro de los factores que pueden contribuir a que esta predisposición aumente cuando se presentan lluvias, tormentas tropicales, temporales, huracanes o eventos de esta índole. Esto se debe a que los bosques mantienen el suelo en su lugar, combaten la erosión, absorben y almacenan agua de lluvia y recargan el suministro de agua subterránea.
Para hacer frente a los desafíos que supone el acelerado ritmo del cambio climático, muchos países han implementado el ciclo de manejo de desastres. Según la Organización Mundial de la Salud, este enfoque consiste en la aplicación continua de una cadena de actividades antes y después de un evento catastrófico. Entre sus objetivos se encuentran aumentar la preparación de los países ante los desastres naturales, mejorar la capacidad de generar advertencias, reducir la vulnerabilidad y fortalecer la prevención. A pesar de que nadie está exento de sufrir los estragos que puede ocasionar un desastre natural, la implementación de este tipo de estrategias ayuda a mitigar los daños y aumenta la resiliencia ambiental. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que la voluntad, por sí misma, no garantiza que las actividades de prevención y respuesta se pongan en práctica; es necesario preparar integralmente al país y dotarlo de suficientes recursos para llevarlas a cabo.
De acuerdo con los criterios de evaluación del ND-GAIN, El Salvador tiene una gran necesidad de invertir e innovar para mejorar su nivel de preparación ante la aceleración del cambio climático. A nivel mundial, el país se ubica como el 81 más vulnerable y el 64 menos preparado. Dentro de los factores que contribuyen a su alto nivel de vulnerabilidad, el 19% está asociado a los servicios ecosistémicos, el 17% a la capacidad de producir nuestra propia comida, el 20% a la densidad y distribución poblacional, el 15% a los sistemas de salud, el 12% a la infraestructura y el 17% al acceso a agua de calidad. La falta de preparación, por otro lado, se relaciona en un 41% con la gobernanza, 32% con su economía y 27% a las condiciones sociales.
Es necesario focalizar esfuerzos y designar recursos para que el país pueda afrontar estratégicamente cualquier fenómeno natural. Además, es urgente repensar el modelo de desarrollo que históricamente han impulsado nuestras autoridades, la aprobación de permisos medioambientales y el crecimiento urbano, ya que, entre otros problemas, están provocando tasas alarmantes de deforestación y contaminación. De lo contrario, seguiremos avanzando sin horizonte y el cambio climático, cuyo incremento exacerbado ha sido previsto en el corto y mediano plazo, seguirá siendo la amenaza más grande para nuestro pequeño país.
* Violeta Martínez, docente del Departamento de Ingeniería de Procesos y Ciencias Ambientales.