La última encíclica del papa, Laudato si, es un poderoso aviso y llamada de atención sobre el rumbo del mundo actual. Y un alegato contra un sistema de producción y consumo que nos lleva a centrarnos en el dominio inescrupuloso y destructivo de la naturaleza, dañando de un modo muy especial a los más pobres y débiles. Uno de los pasajes donde más claramente se advierte esta condena es cuando Francisco dice que “deberían exasperarnos las enormes inequidades que existen entre nosotros, porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que otros. Dejamos de advertir que algunos se arrastran en una degradante miseria, sin posibilidades reales de superación, mientras otros ni siquiera saben qué hacer con lo que poseen, ostentan vanidosamente una supuesta superioridad y dejan tras de sí un nivel de desperdicio que sería imposible generalizar sin destrozar el planeta. Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos”.
En otras palabras, hemos construido una cultura a partir de la “divinización del mercado” y de la idolatría de la riqueza que elimina la mayor conquista social de las religiones y del pensamiento humanista: la fraternidad. Vivimos en un mundo donde la riqueza marca en la práctica la conciencia de que unos seres humanos son superiores a otros. Mientras unos pueden abusar de lo que tienen y les sobra, otros carecen de lo básico. La indiferencia y el individualismo que prescinden del dolor del prójimo se convierten en parte de la esencia de este sistema que divide al mundo en superiores e inferiores, y que trata a los de abajo como elementos de desecho. Y esto no es ideología, sino una realidad, y también en El Salvador: los salarios de 109.20 dólares son una demostración. Al inferior, al que sobra, al que no interesa a nadie se le puede insultar con un salario miserable que ni siquiera alcanza lo que el banco de los ricos, el Banco Mundial, dice que es imprescindible para salir de la pobreza individual: cuatro dólares diarios.
Esta posición y tendencia cultural tiene efectos tanto en la vida humana como en el medioambiente. Si despreciamos a los humanos pobres, si nos damos el lujo de no preocuparnos por los migrantes y sus tragedias, si no sufrimos ni alzamos la voz ante los salarios mínimos indecentes, mucho menos sentiremos la desaparición de venados y cotuzas, los deslaves que sepultan viviendas o el calentamiento global, que afectará con más dureza a los países de los trópicos y particularmente a los pobres, que desde sus casas de lata y sin cielo raso tendrán que soportar temperaturas inaguantables y perniciosas para la salud. La negativa de algunos diputados a aprobar como básico y constitucional el derecho al agua nos muestra la indiferencia ante los pobres de nuestro pueblo y ante la tragedia que se avecina por el estrés hídrico. Al respecto, las palabras del papa Francisco en la encíclica son claras: “En realidad, el acceso al agua potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el ejercicio de los demás derechos humanos (…) Este mundo tiene una grave deuda social con los pobres que no tienen acceso al agua potable, porque eso es negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable”.
La relación entre injusticia social y degradación del medioambiente tienen en común la misma raíz. El afán de riqueza, la tecnocracia orientada al consumo y a la acumulación de bienes golpea tanto a la naturaleza como a los pobres. “Los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medioambiente. Así se manifiesta que la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas”. El Salvador, degradado tanto ecológica como socialmente, no debería solo buscar recetas contra la violencia que nos aflige, sino reflexionar si el sistema de funcionamiento actual es compatible con la ecología, la justicia social y la dignidad humana.
Un sistema con poca solidaridad social, con claras divisiones (incluso institucionales) que catalogan a los salvadoreños en inferiores y superiores, con mayores o menores derechos según la tenencia de bienes a la que hayan conseguido acceder, no podrá vencer la violencia si no revisa a fondo sus valores, su modo de convivir económica y socialmente. Y la encíclica del papa Francisco nos puede ayudar a hacer la revisión que necesitamos. Ojalá que la lectura reposada de esta carta, de clara aspiración universal, pero de oportunas reflexiones para la aplicación local, nos ayude a encontrar caminos solidarios y justos a los problemas que hoy nos quejan. Tendrán que ser soluciones técnicas que deberán pasar por valores que garanticen la solidaridad y el respeto a la dignidad humana. Valores que ya llevan en sus corazones y en su modo de vivir la mayoría de los salvadoreños, pero que ni los poderosos económicamente desean aplicar, ni los políticos se atreven a plasmar creativamente en nuestra convivencia ciudadana.