“Papa Francisco: misionero de misericordia y paz” es el lema que la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) ha dado a la primera visita pastoral que realiza el pontífice a México. El lema, según el organismo episcopal, busca transmitir los valores más representativos del obispo de Roma: misericordia, justicia, compromiso, paz y esperanza. Estas cualidades humanas y cristianas tienen como principio y fundamento un modo de ser Iglesia, “una Iglesia en salida”, que es definida por Francisco como la comunidad de discípulos misioneros que se involucran, acompañan, fructifican y festejan. Con ese espíritu, el papa se ha dirigido a los diferentes públicos de su itinerario, pero centrando su mirada en el gran interlocutor de su mensaje: los rostros de quienes sufren; entre ellos, los empobrecidos a causa de la injusticia y la exclusión, las comunidades indígenas incomprendidas y marginadas de la sociedad, los jóvenes sin presente ni futuro.
En su discurso ante las autoridades de México, recordó que el futuro esperanzador de un país se forja en un presente de hombres y mujeres justos, honestos, capaces de empeñarse en el bien común (que en este siglo XXI no goza de buen mercado). La experiencia nos demuestra, dijo Francisco, que cada vez que buscamos el camino del privilegio o del beneficio de unos pocos en detrimento del bien de todos, tarde o temprano la vida en sociedad se vuelve un terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión de las culturas diferentes, el tráfico de personas, el secuestro y la muerte, causando sufrimiento y frenando el desarrollo.
En una de sus alocuciones más extensas y fuertes, la dirigida a los obispos, exhortó a no tenerle miedo a la transparencia. La Iglesia, enfatizó, no necesita de la oscuridad para trabajar. “Vigilen para que sus miradas no se cubran de las penumbras de la niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa; no pongan su confianza en los carros y caballos de los faraones actuales”. También llamó a los obispos a superar la tentación de las distancias causadas por el clericalismo, la frialdad, la indiferencia, el comportamiento triunfal y la autorreferencialidad.
En la Iglesia, sentenció, “no se necesitan ‘príncipes’, sino una comunidad de testigos del Señor”. Asimismo, pidió cuidar la formación y la preparación de los laicos, superando toda forma de clericalismo e involucrándolos activamente en la misión de la Iglesia. Y refiriéndose a la necesidad de comunión en el episcopado, increpó: “Si tienen que pelearse, peléense, si tienen que decirse cosas, se las dicen, pero como hombres, en la cara, y como hombres de Dios, que después van a rezar juntos, a discernir juntos. Y si se pasaron de la raya, a pedirse perdón, pero mantengan la unidad del cuerpo episcopal”.
En Ecatepec, celebró una misa en la que reflexionó, junto a una porción del pueblo de Dios, sobre las tres grandes tentaciones que enfrentó Cristo y por las que puede pasar toda persona. La primera es la riqueza, y se cae en ella cuando nos adueñamos de de bienes que han sido dados para todos y los utilizamos tan sólo para mí o para los míos. Es la tentación de tener el pan a base del sudor del otro, o hasta de su propia vida. Esa riqueza es pan con sabor a dolor, amargura, sufrimiento. En una familia o en una sociedad corrupta, ese es el pan que se le da de comer a los propios hijos. La segunda, la vanidad, esa búsqueda de prestigio en base a la descalificación continua y constante de los que no son como uno. “La búsqueda exacerbada de esos cinco minutos de fama que no perdona la fama de los demás, haciendo leña del árbol caído, va dejando paso a la tercera tentación, la peor, la del orgullo, o sea, ponerse en un plano de superioridad del tipo que fuese, sintiendo que no se comparte la común vida de los mortales, y que reza todos los días: ‘Gracias te doy, Señor, porque no me has hecho como ellos’”. Tres tentaciones, dijo Francisco, que buscan degradar, destruir y sacar la alegría y la frescura del Evangelio, que nos encierran en un círculo de destrucción y de pecado.
En otro de los intensos encuentros, esta vez en la misa celebrada en San Cristóbal de las Casas, en la que participaron las comunidades indígenas locales, el papa Francisco hizo memoria de la trayectoria histórica del pueblo de Israel. Un pueblo, dijo, que había experimentado la esclavitud y el despotismo, el sufrimiento y el maltrato, hasta que Dios dice: “¡No más!”. “He visto la aflicción, he oído el clamor, he conocido su angustia”. Y ahí se manifiesta el rostro del Padre que sufre ante el dolor de sus hijos. Y su Palabra se vuelve símbolo de libertad, símbolo de alegría, de sabiduría y de luz. Esa experiencia, afirmó el papa, está presente en el Popol Vuh de la siguiente manera: “El alba sobrevino sobre las tribus juntas. La faz de la tierra fue enseguida saneada por el sol”. Y Francisco concluye: “En el corazón del hombre y en la memoria de muchos de nuestros pueblos está inscrito el anhelo de una tierra, de un tiempo donde la desvalorización sea superada por la fraternidad, la injusticia sea vencida por la solidaridad y la violencia sea callada por la paz”.