La semana posterior a las elecciones, incluidos estos días, ha sido intensa. Si la campaña fue débil, plagada de insultos y generalidades, estos días han puesto en cuestión la calidad de nuestra democracia. Y no por el comportamiento de los salvadoreños en el momento de las elecciones, que mayoritariamente van pacífica y ordenadamente a votar. Sino por los fallos del Tribunal Supremo Electoral, que nos ha dado un terrible espectáculo de imprecisión y contradicciones. Culpar de todo el problema a la Sala de lo Constitucional resulta un tanto ridículo. Pues aunque la medida tomada por los magistrados fue extemporánea y creadora de dificultades, hubo tanto decisiones como faltas de previsión del Tribunal que generaron el espectáculo de desorden que hemos visto hasta ahora.
Solamente queda corregir errores, dar información transparente y aprender la lección. Y mientras esto pasa, otros factores continúan marcando la intensidad de estos días. La democracia formal, debilitada con este proceso, hace que olvidemos la democracia real, como convivencia entre personas que parten de la igual dignidad de todos y establecen los parámetros de esa dignidad en leyes, instituciones y comportamientos. Nos indignamos con los fallos de la formalidad democrática, y tenemos razón en eso. Pero la perdemos cuando esos fallos es lo único que vemos. Porque probablemente, a pesar de los errores del Tribunal, estos hubieran sido menos si nuestro pueblo tuviera mejores niveles educativos.
Cuando los entendidos dicen que para salir del subdesarrollo, un país debe tener a un 70% de su ciudadanía con un nivel educativo de bachillerato, pensamos solamente en los niveles económicos de los países ricos. Pero el desarrollo es algo más. Es saber gestionar la dificultad, resolver los problemas, advertirlos a tiempo, criticar profundamente a quienes los generan. Y hacerlo de tal manera que los mismos políticos se limiten a la hora de generar errores por temor a la opinión pública, mucho menos manipulable que la de un país subdesarrollado. La dimisión de quienes cometen errores de peso, dicen mentiras o estupideces en público, o simplemente demuestran incapacidad de gestión ante las dificultades, es una decisión común en el mundo desarrollado. En nuestros países, si su partido lo protege, cuesta un mundo que un funcionario incapaz dimita. Echar siempre la culpa al otro, polarizar la opinión pública y negarse a admitir los propios errores es uno de los problemas más frecuentes del subdesarrollo, independientemente del color partidario que esté en el poder.
Y así vamos olvidando los temas de fondo. En esta semana se celebró el Día Internacional de la Mujer. Un tema cuya intensidad tiene una enorme relación con la democracia, pero que no acostumbramos debatir. Y menos cuando la formalidad de la democracia en crisis nos hace olvidar los problemas reales de nuestra democracia. ¿Ha crecido la representación femenina en la Asamblea? Sin duda, es una pregunta que no ha inquietado a la sociedad política, cuando en realidad debería ser una medida fundamental de nuestra democracia. No tiene sentido establecer cuotas de participación femenina en las listas electorales cuando somos incapaces de ponerlas en la Asamblea, en los consejos de ministros o en las alcaldías. Seguiremos hablando de la violencia, que sigue rompiendo seguridades y lazos personales y sociales, pero nos cuesta relacionar la violencia intrafamiliar con el crimen diario. Como si los golpes, los gritos y las humillaciones dentro de la familia no fueran semilla de violencia futura, además de otros factores estructurales.
Nos hace falta profundizar en nuestra democracia tanto en el aspecto de su funcionamiento formal como en el más estructural y básico que establece la Constitución al hablar del derecho ciudadano al “bienestar económico y la justicia social”. Avanzar en ambas direcciones implica esfuerzos y análisis más cuidadosos que el insulto o la polarización. En un país como el nuestro, implica acuerdos y diálogo profundos. Y alarma ver que los grandes medios de comunicación estén más interesados en la “aritmética legislativa” que en las tareas pendientes de la Asamblea a la hora de impulsar reformas estructurales que nos lleven hacia el desarrollo. La simplonería de algunos sectores que reducen el desarrollo a la circulación abundante de dinero, pero olvidan la necesaria inversión en la gente, agrava la dificultad de construir acuerdos que lleven hacia la educación de calidad, hacia un sistema único y decente de salud, hacia la consideración de un salario mínimo decente y unificado, y hacia la reforma fiscal de fondo que necesita El Salvador para poder emprender el camino hacia el desarrollo. Al final, la intensidad de la semana debe volverse acicate para pensar El Salvador y su democracia más a fondo, y no para dejar al país solamente centrado en los fallos de la formalidad democrática, algunos de estos escandalosos y propios del subdesarrollo.