La crisis generada por la desobediencia a las sentencias de la Sala de lo Constitucional está llegando a niveles alarmantes. De las visiones encontradas se ha pasado a las agresiones verbales; y cuando el conflicto se trasladó ayer a las calles, se llegó a las agresiones físicas que siempre aparecen cuando la razón se agota. Este conflicto está dejando lecciones importantes para el país. Comenzamos a verlas el año pasado, con la primera gran embestida contra la Sala de lo Constitucional a través del decreto 743, que aprobó la Asamblea Legislativa y sancionó con celeridad inédita el presidente Funes, y que posteriormente tuvo que ser derogado ante la presión de la sociedad.
Este año, con el añadido de la actuación especial de la Corte Centroamericana de Justicia, vemos la confluencia sin precedentes de diversas y hasta encontradas instancias del espectro político, social, académico y religioso en torno a lo que pasa entre la Asamblea y la Sala de lo Constitucional. ¿Qué es lo que sucede en El Salvador? ¿Qué hace que la Conferencia Episcopal de la Iglesia católica coincida con las iglesias evangélicas en el apoyo a la Sala? En definitiva, ¿qué explica que algunas organizaciones tradicionalmente identificadas como de izquierda coincidan hoy con instancias emblemáticas de la derecha?
Nuestra tesis es que estamos en una situación límite para el país, para su incipiente democracia y para que prevalezca el respeto al marco jurídico nacional. Las situaciones extremas tienen la virtud de unir a los que difieren. Esta es la experiencia de las comunidades que se inundan en cada invierno y que se organizan para salvar sus vidas. En esa situación, no valen colores políticos, tintes religiosos ni preferencias de ningún tipo; impera la lucha por la supervivencia. Y en este momento estamos atravesando una situación que linda con la irracionalidad.
Honduras vivió algo parecido. El golpe de Estado de 2009 unió al más grande abanico de actores políticos en la historia del vecino país; aglutinó a sectores históricamente irreconciliables, como el Partido de los Trabajadores, de línea trotskista, y a un sector del Partido Liberal, de orientación decididamente conservadora. Incluso sectores que se oponían a las medidas de Manuel Zelaya convergieron en el Frente Nacional de Resistencia Popular ante la medida de fuerza que dio al traste con la institucionalidad hondureña. Los únicos que apoyaron el golpe fueron los sectores que vieron peligrar sus privilegios tradicionales.
Esta vez, en El Salvador, estamos ante un escenario que puede significar un paso adelante en la democracia o un retorno hacia la domesticación de la justicia por parte de ciertos partidos políticos. La gravedad de la situación es lo que ha llevado a coincidir a tan diversos actores. Los ha hecho converger no la Sala de lo Constitucional ni sus magistrados, sino el intento de cooptar la incipiente independencia de poderes y de manipular descaradamente las leyes. Una unión que nace no por una decisión calculada, sino por la actitud y las acciones de políticos que ven en peligro las artimañas con las que se aprovechan del ejercicio del poder.
Solo el fanatismo político o ideológico impide reconocer cuando el otro tiene la razón. El fanático descalifica a priori los argumentos y los actos de quien no es de su partido o no comulga con sus ideas. El fanatismo ciego provoca y justifica la agresión física, incluso el derramamiento de sangre. Por eso, en esta situación límite que estamos viviendo, los fanáticos incondicionales de su cúpula izquierdista tildan de derechistas a todos los que no apoyan su postura; al igual que los fanáticos de derecha tildaban de izquierdistas a todos los que denunciaban las injusticias en el pasado. Cuando se supere este escollo —y ojalá suceda pronto—, seguramente cada actor volverá a su lugar y resurgirán las diferencias; esas diferencias cuya existencia y expresión protege la democracia que hoy está en peligro.