La crisis de los diputados suplentes tiene su origen en una torpeza del FMLN y de su socio. Si no hubieran reemplazado a una diputada de este último por su suplente para conseguir el voto que les faltaba para la aprobación el préstamo que el Gobierno necesita desesperadamente, el hecho no habría figurado como un argumento en la demanda de inconstitucionalidad. No deben, pues emprenderla contra la Sala de lo Constitucional, sino que deben reflexionar sobre sus desaciertos políticos. Se quisieron pasar de vivos, pero la viveza les ha salido muy cara. No solo no consiguieron el dinero, sino que además perdieron a los suplentes.
La polémica ha sacado a la luz otra vergonzante realidad de la Asamblea Legislativa. El suplente posibilita repetidas y prolongadas ausencias del propietario, que así se puede dedicar a otras actividades ajenas a la labor legislativa. La suplencia es un apreciado mecanismo para recompensar lealtades políticas partidarias y para liberar al propietario de sus obligaciones, todo ello con fondos públicos. De esa manera, el contribuyente financia las actividades particulares del propietario.
En realidad, el suplente es innecesario, excepto para hacer número, porque todos los partidos votan en bloque, pues no toleran la disidencia legislativa. Desde esta perspectiva, da lo mismo que haya cinco que diez diputados. El voto es el mismo. La crisis ha abierto una oportunidad para revisar la necesidad del suplente y para poner fin a la vagancia y al turismo legislativo. En la mayoría de estados democráticos, no existe ese personaje. El diputado o el senador que no puede ocupar su escaño regularmente es reemplazado. El sustituto es elegido en una elección convocada expresamente.
La desesperación para agenciarse fondos llevó al Gobierno a cometer el desacierto que ahora lamenta. Hasta entonces, exploró todas las alternativas disponibles para conseguir financiamiento sin necesidad de acercarse a la oposición. Los dos partidos grandes evitan negociar y dialogar a toda costa, porque en su estrecho horizonte político solo cabe el ejercicio del poder total. Sin embargo, las realidades políticas los empujan a la mesa de negociación.
Los políticos son reacios al compromiso. No están dispuestos a ceder por un bien mayor como el nacional. En este sentido, la democracia salvadoreña es inmadura. Así, pues, después de varios intentos fallidos y ante el apremio del desfinanciamiento, el Gobierno ha sido forzado a sentarse en la mesa de negociación para encontrar dinero, al menos para los próximos meses. Pero los partidos debieran ir más allá para consolidar la estructura financiera del país a mediano plazo.
Irónicamente, la presión fiscal ha conducido a un Gobierno que se proclama revolucionario y socialista al umbral del Fondo Monetario Internacional, para contentura de Arena y de la ANEP, que, al parecer, se sienten más seguros a su sombra. Quizás porque los programas del FMI por lo general aumentan sus ya abultadas ganancias. Si el Gobierno traspasa el umbral del Fondo y pide dinero, el costo —muy alto, por cierto— lo pagará el pueblo salvadoreño. La irresponsabilidad en el gasto, la desidia en la recaudación fiscal y la incapacidad para negociar una salida viable para las maltrechas finanzas públicas, en gran medida obra de la mala administración de los Gobiernos de Arena, han conducido a la administración de Sánchez Cerén a las puertas del Fondo.
Así caería otro de los mitos de esta izquierda regional revolucionaria, aquella que se alzó en armas para derrocar al sistema capitalista. Al cabo de no muchos años, ese mismo sistema la somete a sus duras reglas. Pero eso no necesariamente debía ser así. Los dos Gobiernos del FMLN, más el primero que el segundo, tuvieron la oportunidad de consolidar las finanzas y la institucionalidad. Muy probablemente el Fondo dará dinero a cambio de reducir el alcance de las pensiones, recortar los subsidios y el gasto social, congelar el salario mínimo y aumentar los impuestos regresivos, una pesada carga que recaerá directamente sobre la población de menores ingresos, con la peores condiciones laborales y con oportunidades casi nulas para superar la línea de la pobreza.
Ante este panorama, los reclamos y las protestas por la suspensión de los diputados suplentes, la mayoría de los cuales cuenta con otros ingresos, es un sinsentido. Triste ironía de un Gobierno de izquierdas que ha tenido en sus manos la oportunidad para fortalecer la hacienda pública y el gasto social.