La espiral de violencia que golpea al Triángulo Norte de Centroamérica está llegando a niveles y manifestaciones inauditos. Que Guatemala, Honduras y El Salvador estén entre las cinco naciones más violentas del mundo, de acuerdo a la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, es ya algo lamentable y alarmante. Sus cifras de homicidios son por lo menos escandalosas para unos países que pretenden llamarse democráticos. Cuando pensamos en que no podemos ver ya cosas peores, saltan a los medios de comunicación nuevas atrocidades. En los últimos días, las noticias desgarradoras de asesinatos de niños y niñas han hecho tambalear los niveles de comprensión del fenómeno de la violencia. De acuerdo a Unicef, entre 2005 y 2013, unos 6,300 niños, niñas y adolescentes fueron asesinados en El Salvador. En Honduras, la cifra supera los 250 menores asesinados desde la toma de posesión del nuevo Gobierno, en enero de este año. Una de las graves consecuencias de todo esto es que la población se acostumbre a estos niveles de barbarie y los considere parte de la vida normal.
¿Qué nos está pasando? ¿En qué nos estamos convirtiendo? ¿Cómo hemos llegar a esto? ¿Qué lleva a un joven a enrolarse en el sicariato y a asesinar inocentes? ¿Quiénes son los que, resguardados en la impunidad y en el poder, ordenan estos asesinatos? ¿A los ciudadanos solo nos queda observar impotentes estas barbaridades? No es signo de buena salud acostumbrarse a una sociedad profundamente enferma, en la que prima la inseguridad y la violencia se reproduce cruenta mientras llevamos el día a día con relativa normalidad. Enfrentamos el peligro de volvernos indiferentes al sufrimiento ajeno; estamos ante una grave amenaza de deshumanización.
Por definición, deshumanizar es el proceso mediante el cual una persona o grupo de personas pierden o son despojadas de sus características humanas. Los estudiosos de la barbarie afirman que una persona necesita despojar de humanidad a sus potenciales víctimas para asesinarlas sin miramientos. Esta deshumanización se expresa, en primer lugar, en el lenguaje. Los nazis, por ejemplo, se referían a los judíos como "bacilos", "parásitos" o "bichos", entre otras expresiones. Así, deshumanizando al que se considera como enemigo, se puede manejar la misión de eliminarlo. Los pandilleros se refieren a un miembro de la mara rival como "mierdoso" o "basura", despojándolo también de su dignidad. Así, se puede matar al otro sin sentir que se asesina a un semejante.
Cuando se piensa en los genocidios del siglo pasado, lo primero que viene a la mente son las guerras mundiales, las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, los campos de exterminio nazi. En el caso de El Salvador, quizás algunos piensen en El Mozote y el Sumpul, o en la masacre del martinato. Hoy presenciamos crímenes tan espeluznantes como aquellos. Estamos, como no pocos han dicho, ante una auténtica guerra social. ¿Qué podemos hacer para salir de este atolladero? Algo está claro: no habrá solución al problema social y cultural de la violencia exacerbada mientras no cuestionemos el modelo de desarrollo. Vigente desde el fin de la guerra, este modelo ha demostrado hasta la saciedad ser esencialmente injusto y deshumanizador, porque excluye de los beneficios económicos y sociales a las grandes mayorías del país.
Los países del Triángulo Norte comparten muchas cosas además de la violencia. Sus Gobiernos han sido devotos confesos del modelo económico neoliberal; además, son parte del corredor principal del paso de la droga que viene del Sur y de otros contrabandos. Todos comparten altos niveles de corrupción y el empobrecimiento creciente de la mayoría de su población, frente a la ostentosa y creciente riqueza de minúsculas élites. Y la pobreza y la desigualdad son el terreno fértil para la penetración del crimen organizado. Por eso, no nos extrañemos que los tres países estén en esta situación límite que cuestiona la viabilidad de sus sociedades. Hay que combatir la violencia con firmeza, con una política integral de seguridad, pero también hay que atacar las raíces de la exclusión social. Sin esto, como dijo monseñor Romero, la violencia seguirá imparable, aunque cambien los nombres de los asesinados y de los asesinos.