La masacre de la UCA, en la que fueron asesinados dos mujeres y seis sacerdotes jesuitas en noviembre de 1989, ha demostrado con suficiencia ser un tema delicado y controversial. Hace escasos tres meses, parte del país se erizó por la difusión roja emitida por la Interpol contra los militares acusados de la autoría intelectual de aquella masacre. Los militares en cuestión se resguardaron en las instalaciones de la que fue la cuna de los escuadrones de la muerte; sus excompañeros de armas desfilaron por las calles de la capital apoyándolos y tocando tambores de guerra en caso de que fueran extraditados. Se gastaron muchos litros de tinta para esgrimir argumentos sobre el proceso en los tribunales españoles; connotados analistas desfilaron por los medios de comunicación para apoyar o criticar la labor del juez Eloy Velasco. En fin, durante más de un mes, el país tuvo como tema de primer orden el juicio contra los militares que comandaban la Fuerza Armada en 1989. Pero la coyuntura se cerró con la triste actuación del pleno de la Corte Suprema de Justicia, que escribió un capítulo más de su trayectoria de incapacidad y polémica al zanjar la cuestión argumentando contra toda lógica que la difusión roja no era con miras a extraditar, sino simplemente para ubicar a los acusados.
Tres meses después recibimos otra noticia que podría causar tanto o mayor alboroto mediático que el de agosto. El 2 de diciembre pasado el Consejo de Ministros de España acordó solicitar a las autoridades de El Salvador la extradición de los 13 militares sospechosos de haber participado en la masacre de la UCA. También se ha hecho la misma solicitud al Gobierno estadounidense, pues dos de los imputados (el coronel Inocente Orlando Montano y el teniente Héctor Ulises Cuenca Ocampo) se encuentran viviendo en tierras norteamericanas. A propuesta del ministro de Justicia de España, Francisco Caamaño, y a petición de la Audiencia Nacional, el Gobierno español ha emitido las solicitudes de extradición por los delitos de asesinato, terrorismo y crímenes contra la humanidad.
Estamos, pues, iniciando un nuevo capítulo en la historia de la masacre de la UCA. Sin embargo, a pesar de que han transcurridos varios días desde que el Consejo de Ministros español decidió pedir la extradición, guardan silencio casi todos los actores que en agosto pasado alzaron sus voces y hasta profirieron amenazas de volver a la guerra. Seguramente, tanto los acusados como los sectores que los apoyan están definiendo la estrategia que seguirán cuando se haga efectiva la solicitud de España. En agosto se argumentó que la difusión de Interpol no era un pedido explícito de extradición de Gobierno a Gobierno. ¿Qué hará ahora la administración de Mauricio Funes? ¿Volverá a retrasar su accionar hasta que los militares puedan encontrar refugio? ¿Qué hará la Corte Suprema de Justicia en pleno cuando le toque decidir sobre esto? Ahora no solo no se puede evitar la captura, sino que se requiere la extradición. ¿Qué argumentos esgrimirán? ¿Interpretarán la ley a conveniencia de los imputados tal como hicieron con la difusión roja? ¿Qué dirán ahora los defensores de los militares? ¿Intromisión? ¿Colonialismo? ¿Reabrir heridas? Y sus compañeros de armas, amigos y familiares, los mismos que alertaron sobre el peligro de volver a la guerra, ¿volverán a sonar sus tambores?
Quizá lo que más nos debería de llamar la atención es que mientras la búsqueda de justicia en este y otros casos semejantes se alarga, la mayor parte del pueblo salvadoreño permanece como simple espectador. La verdad no verá luz si no se exige; la paz no vendrá si no se construye; la reconciliación no vendrá si no se perdona. Es decir, si los salvadoreños permanecemos impasibles, muy difícil será que triunfe la verdad y la justicia. Si dejamos este caso solo en manos de los especialistas que administran justicia, corremos el riesgo de que una vez más la impunidad sea el hilo argumental de nuestra historia.