Recientemente, Transparencia Internacional publicó su informe anual sobre la percepción de la corrupción que tiene la población de los diferentes países del mundo. En este informe, en una escala de 0 a 100, El Salvador obtuvo una nota de 38, lo que indica que sus ciudadanos y ciudadanas consideran que el nivel de corrupción es alto. Un país que obtuviera una nota de 100 sería uno sin corrupción. Es oportuno aclarar que este informe no mide la corrupción real existente, sino cómo la población percibe que se da el fenómeno. Pero si la gente percibe que la corrupción es alta, es porque esta se da o porque, al menos, no existe la transparencia suficiente para asegurar que no la hay. En este sentido, la nota de El Salvador en el índice de percepción de la corrupción no significa necesariamente que tengamos hoy más corrupción que antes.
En los primeros años de la década pasada, se obtuvo mejores índices, se alcanzó una nota de 47, pero esta bajó a partir de 2007, durante el Gobierno de Antonio Saca, que fue percibido por muchos como uno de los más corruptos en los últimos 20 años. A pesar de ello, hasta la fecha, no se conoce que algún funcionario de ese Gobierno haya terminado en los tribunales por corrupción. Precisamente es esa falta de casos de corrupción bien investigados y debidamente sancionados lo que lleva a la percepción de que nuestro país es corrupto. Se habla mucho de anomalías en las instituciones públicas y en los organismos del Estado, pero no es público que los funcionarios responsables sean investigados y sancionados. Ello propicia que con el paso del tiempo la corrupción se normalice.
Es vox populi, por ejemplo, que muchos alcaldes reciben un porcentaje de las obras que realizan en sus municipios; ya nadie se extraña por ello. Se ha hecho habitual que se usen los vehículos del Estado para fines particulares de todo tipo y nos parece que esto no es grave. Nadie considera que sea un acto corrupto hablar largo y tendido por teléfono en horas laborales para resolver asuntos de índole personal. O que los funcionarios que atienden en las ventanillas no den información correcta o no resuelvan en los tiempos establecidos. También se ha hecho común ofrecer un descuento a cambio de no dar factura, siendo esto un fraude fiscal. Así se podrían listar un sinfín de actos corruptos que todos aceptamos y cometemos con tranquilidad. Por ello, no es descabellado afirmar que El Salvador es un país corrupto. Y no porque en el Gobierno de Funes se estén cometiendo más actos de corrupción (con seguridad se cometieron muchos más en el pasado), sino porque en nuestra forma habitual de proceder, tanto desde el Estado como desde la ciudadanía, cometemos constantemente actos que pueden ser calificados como corruptos.
Ayudará a entender esta afirmación la definición que del verbo "corromper" da el Diccionario de la Real Academia Española: "Alterar y trastrocar la forma de algo; echar a perder, depravar, dañar, pudrir. Sobornar a alguien con dádivas o de otra manera. Pervertir o seducir a alguien. Estragar, viciar". Cuando se aplica la palabra "corrupción" a las organizaciones, se hace referencia a que estas han dejado de obedecer a los fines para las que fueron creadas y están al servicio de intereses perversos. Por ejemplo, un policía corrupto es aquel que en lugar de perseguir el crimen se convierte en delincuente y utiliza su investidura de policía para delinquir o proteger a criminales. O un docente corrupto es aquel que mejora la nota a un estudiante a cambio de un regalo o un favor de cualquier índole. La corrupción, pues, no es un mal específicamente gubernamental, exclusivo de los funcionarios públicos, sino que es de toda la sociedad. Sin embargo, son los Gobiernos los que deben velar por eliminarla. En El Salvador se han dado grandes actos de corrupción que han causado un grave perjuicio y que deberían ser perseguidos y sancionados. Y también se dan a diario pequeños actos de corrupción, en los que muchas veces no se repara o que ya nos parecen insignificantes. Pero cientos o miles de pequeños casos de corrupción constituyen un gran daño para el Estado y la población. También, por tanto, los pequeños casos de corrupción deben ser perseguidos y sancionados.
La semana pasada, un juzgado declaró inocentes a los acusados por la contaminación de plomo que causó la empresa Récord, y aún no han sido juzgados los propietarios de la misma, como suele ocurrir en delitos de cuello blanco. Recientemente, el Secretario Técnico de la Presidencia anunció que se demandará a las empresas y funcionarios que malversaron fondos durante la primera etapa de la construcción del hoy denominado bulevar Monseñor Romero. Esta decisión debe aplaudirse, pues las irregularidades en esas obras han estado a la vista de todos por muchos años. Ojalá que en esta ocasión las autoridades del Ministerio Público y las judiciales no nos defrauden y que sean sancionados los que se aprovecharon de los bienes del Estado. Solo con acciones como esa se podrán disminuir la percepción y las prácticas de corrupción en el país.