Este sábado se celebran los Acuerdos de Paz una vez más. Se celebra el recuerdo de una salida racional y justa a un conflicto en el que había mucho de locura. Se celebra, por primera vez, desde otra perspectiva. Desde el otro bando de la guerra, hoy convertido en Gobierno a través de elecciones democráticas. Y desde el pensamiento de un Presidente que, sin ignorar lo positivo del acontecimiento, siempre se negó como periodista a ensalzar el optimismo con el que a veces los políticos celebraban los Acuerdos.
Los Acuerdos de Paz son, en efecto, importantes. Pero no deberíamos verlos como un hito del pasado; constituyen simplemente un paso en la historia de El Salvador que nos desafía a dar otros nuevos. Un paso que queda incompleto, y en ese sentido sin demasiado significado, si no somos capaces de continuar poniendo racionalidad, justicia y diálogo nacional y centroamericano en nuestro propio proceso histórico.
Si somos sinceros, advertiremos inmediatamente que en nuestra historia reciente no hemos sido coherentes con los Acuerdos de Paz. La Fuerza Armada, nos decían los políticos aduladores y complacientes, fue la que mejor cumplió con los Acuerdos, simplemente porque redujo sus efectivos y se retiró a los cuarteles. Eso, en realidad, no es cumplir acuerdos, sino obedecer a una lógica necesaria cuando los Estados Unidos dejaron de financiar un ejército cuyo número no tenía sentido en tiempo de paz. Cumplir acuerdos hubiera sido destituir en su momento a los militares mencionados en el informe de la Comisión de la Verdad y pedir perdón por los crímenes atribuidos a la Fuerza Armada, entre los que se encuentran terribles masacres.
Los Acuerdos de Paz suponían un fortalecimiento de la paz. Y elección tras elección hemos visto que la polarización sigue siendo una especie de cáncer que impide un desarrollo nacional sostenible. Polarización política que no es más que un reflejo de la polarización entre riqueza y pobreza, entre oportunidades y exclusión, entre sectores con futuro y mayorías sin él. La ausencia de diálogo serio sobre el desarrollo sostenido y justo en El Salvador ha sido la mayor traición a los Acuerdos de Paz. Y aun hoy, cuando se constituye un Consejo Económico y Social para que se debatan problemas estructurales del país, el proceso de diálogo va tan lento y está tan débilmente estructurado que acaba uno dudando si no hay más pantalla que realidad en ese esfuerzo.
A los políticos se les cae la baba ensalzando la participación de sus líderes en los Acuerdos de Paz, mientras se olvidan de las causas de la guerra, las mismas que ahora —manifestadas de otra manera— están detrás de la violencia primitiva y delincuente que sufrimos. Se han olvidado que las víctimas tuvieron mayor protagonismo que ellos en el proceso de paz. Y que fueron esas víctimas las que crearon una conciencia nacional e internacional de oposición a la guerra que se impuso al fin sobre la locura. Quienes privilegiaban el exterminio asesino de quienes no pensaban como ellos, y quienes profesaban una fe ciega en la revolución violenta y en el mecanismo brutal de cambio que es la guerra tuvieron que rendirse ante la evidencia de que ningún poder armado valía tanto como la vida de un niño campesino asesinado en El Mozote o el Sumpul.
Pero esa racionalidad, impuesta desde la sociedad civil, no ha penetrado plenamente en los políticos, que siguieron buscando sus ventajas individuales o de grupo antes que el bien de los más pobres, de las grandes mayorías del país. Hoy el desafío sigue siendo el mismo. Falta un sistema de salud único que no margine a tres cuartas partes de la población, como ocurre en la actualidad. Falta un sistema de pensiones que sepa reconocer el derecho básico a una ancianidad segura para el trabajo reproductivo de las mujeres en el hogar y, por supuesto, para el trabajo duro de los campesinos y otros sectores excluidos del sistema. Falta una educación equitativa, que no produzca esas diferencias tan impresionantes entre colegios selectivos y colegios públicos. Falta generosidad en quienes tienen dinero y falta también un sistema impositivo que redistribuya la riqueza de un modo más justo.
Es demasiada la incoherencia con los Acuerdos de Paz como para que su aniversario se convierta solamente en una fiesta. Tiene que ser, al mismo tiempo, oportunidad y espacio de reflexión, momento de exigencia y determinación de caminar más y mejor; avanzar a grandes pasos en el desarrollo y realización de los derechos económicos y sociales de los que nuestro pueblo está hambriento.