Ante la crisis venezolana

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Editorial UCA
12/03/2019

A nivel global, ante la larga crisis política y humanitaria que vive Venezuela, una minoría insiste en apoyar incondicionalmente al régimen de Nicolás Maduro y condenar a la oposición, a la que se acusa de estar al servicio de los intereses de Estados Unidos. Pero desde una perspectiva más crítica y solidaria con la gente, se condena al Gobierno venezolano por cometer graves violaciones a derechos humanos, irrespetar la voluntad popular y someter a la población a un amplio abanico de privaciones. Lo cierto es que, con el paso del tiempo, el deterioro de la situación política, social y económica de Venezuela, que inició con Hugo Chávez, solo se ha acentuado, hasta volverse hoy insoportable para la población. Maduro no ha podido gobernar sin irrespetar los principios democráticos; tampoco ha podido garantizar la satisfacción de las necesidades básicas y fundamentales.

En lo político, el régimen ha intentado constantemente cerrar espacios a la oposición, incluso negando las facultades que la Constitución le da a la Asamblea Nacional, conformada por una mayoría opositora gracias al voto de los venezolanos. Negó también la realización de un referéndum revocatorio de su mandato, a pesar de las miles de firmas que lo solicitaban y de que es un proceso previsto en la ley. Con el objetivo de garantizar el control del Estado, convocó a una Asamblea Constituyente de manera irregular a fin de evadir a la Asamblea Nacional y reformar la Constitución. Además, adelantó la celebración de elecciones presidenciales para dificultar la participación de la oposición.

Ante esta situación, es importante escuchar lo que afirma en un comunicado un grupo de jesuitas y analistas de América Latina, genuinamente preocupados por la situación del pueblo venezolano: “El dolor y la miseria creciente del pueblo venezolano, dentro y fuera de su país, nos entristece y nos interpela. Somos conscientes de que las causas que han llevado al deterioro de la democracia y las condiciones de vida del pueblo venezolano son de vieja data en Venezuela; con todo, la actual situación de miseria y quiebre de la institucionalidad de la democracia es éticamente intolerable y políticamente insostenible. Los millones de migrantes presentes en casi todos los países de América latina (13% de la población venezolana) nos abren una ventana por la cual se asoma diariamente la pasión cotidiana —casi inaguantable— de la mayor parte de su pueblo; un pueblo que pasa hambre, que no tiene dónde recibir atención médica, que no cuenta con los mínimos servicios públicos, que sobrevive a pesar del irrisorio valor de la paga que recibe; un pueblo que es perseguido cuando protesta, que vive múltiples formas de control social y político, con un gobierno ahora cuestionado en su legalidad y cada vez más totalitario, que ha sido cooptado por un pequeño grupo de intereses corporativistas y que ha dilapidado escandalosamente la riqueza del país”.

La dimensión de la tragedia venezolana exige evitar filias o fobias en el análisis. En esa línea, son muy claras las palabras del P. Roberto Jaramillo, presidente de la Conferencia de Provinciales Jesuitas de América Latina y el Caribe (CPAL): “Los prejuicios ideológicos, por un lado, y la desinformación sobre la situación real, por otro, impiden hacernos una idea cabal de la gravedad de la crisis interna, y la generación de la solidaridad correspondiente”. Para los jesuitas, alcanzar claridad sobre la situación real del país suramericano y, por tanto, sobre las perspectivas de evolución de su grave crisis es condición de posibilidad para definir acciones que favorezcan una solución política, alivien el sufrimiento de los venezolanos y promuevan la solidaridad y hospitalidad internacional. Todo eso en el marco del respeto a los derechos humanos y al principio de autodeterminación de los pueblos. Y sobre el respeto a dicho principio, el comunicado es contundente: “La ayuda que se requiere para la solución de los problemas actuales de Venezuela amerita que las medidas de presión que se ejerzan desde el exterior deben ser pensadas de manera que no causen más daño a los que sufren y son afectados por el mal que se pretende corregir. Éticamente no es correcto ni bueno combatir un mal con otro mal que signifique empeorar la situación de miseria, exclusión y explotación de los pueblos, especialmente de los pobres e indefensos”.

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