Cuando los muertos los pone la gente que se manifiesta pacíficamente, el culpable por acción u omisión es el Estado. La mayor parte de los trescientos muertos en Nicaragua fueron asesinados con armas de fuego. Los asesinos y los que atacan a los manifestantes son observados por la policía nicaragüense, sin que esta se oponga a la brutalidad desatada para romper manifestaciones o protestas. Los discursos de Daniel Ortega y de la Vicepresidenta, fingiendo un falso cristianismo y acusando de la matanza a supuestos terroristas, quedan desmentidos frontalmente por el ataque constante e impune a manifestantes pacíficos y a los sacerdotes y obispos que tratan de protegerlos. Balazos en la cabeza, el pecho o por la espalda son evidencia de la voluntad de matar. El Estado no persigue a los asesinos y en ocasiones los hospitales públicos no reciben a los heridos de bala tras las manifestaciones. La grave violación de derechos humanos, incluido el derecho a la vida, es evidente en Nicaragua. Y la responsabilidad es gubernamental, de Ortega y Rosario Murillo. Ambos son objeto de críticas y denuncias continuas, incluso de Humberto Ortega, excomandante sandinista, exjefe del Ejército y hermano del mandatario.
Causa asombro, desconcierto e indignación que ante violaciones tan graves de derechos humanos, el presidente de la República de El Salvador y el Secretario General del FMLN continúen defendiendo al régimen represivo de Nicaragua. No bastan los reportes de organizaciones de derechos humanos, no son suficientes para ellos los reclamos de los obispos nicaragüenses y centroamericanos. Para Medardo González en particular, no hay pruebas de que sea el Gobierno nicaragüense el que mata. Frente a otros líderes de alto valor ético, como el expresidente de Uruguay, Pepe Mujica, algunos dirigentes del FMLN han optado por utilizar el mismo discurso de los militares que cometieron crímenes de lesa humanidad durante la guerra civil: “No hay pruebas”, “Todo es un invento de la izquierda internacional”. Solo cambian la palabra “izquierda” por “derecha” y se quedan tranquilos, sin darse cuenta de que caen en la misma bajeza moral que los asesinos del pasado y sus encubridores.
Pepe Mujica, esa persona de un historial izquierdista indiscutible y de una altura ética universalmente reconocida, no ha dudado en decir, refiriéndose a los actuales gobernantes de Nicaragua, que “quienes ayer fueron revolucionarios perdieron el sentido”. Les recuerda que han caído en la autocracia y que “hay momentos en que hay que decir: ‘Me voy’”. La Iglesia latinoamericana, especialmente la centroamericana, experta en humanidad y que ha apoyado tantas luchas justas, le pide a Ortega adelantar elecciones para poder salir airosa y pacíficamente del poder. La OEA, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, todos los que siguen de acerca la situación en Nicaragua desde la preocupación por los derechos humanos atribuyen al Gobierno de Ortega responsabilidad de lo que está pasando. Pero el matrimonio gobernante se empeña en continuar en el poder y en afirmar que no tienen nada que ver con tanta muerte. Y mientras ellos hablan, quienes los apoyan continúan matando. El tándem Ortega-Murillo acusa de terroristas a quienes se manifiestan pacíficamente, acude al fantasma de las pandillas para justificar la muerte de civiles desarmados, se niega a un verdadero diálogo y rechaza cualquier responsabilidad en lo que está pasando, como si ellos y el Estado que presiden no tuvieran la responsabilidad de proteger la vida de la ciudadanía.
Y es precisamente en este contexto que el Secretario General del FMLN se lanza a defender a una presidencia nicaragüense que se ha vuelto ilegítima por el derramamiento de sangre que ha provocado. Los resultados de los últimos comicios en nuestro país no parecen haber hecho mella en este líder partidario. Poner la amistad por encima de la objetividad de los hechos, defender al injusto si es de la propia ideología, tapar al corrupto cuando es correligionario son actitudes que llevan al desprestigio y a la pérdida de apoyo. Los derechos humanos están por encima de los partidos políticos, como también la ética y la sensibilidad humana. Pasar con indiferencia ante la violación de derechos básicos es siempre un error político garrafal, además de implicar complicidad moral con los crímenes. Por esa manera prepotente de despreciar los derechos humanos, entre otras razones y en otras circunstancias, Arena perdió hace diez años las elecciones presidenciales. Mentir no es de buenos políticos. Y mucho menos repetir discursos de apoyo a victimarios. Reconocer la realidad, defender a las víctimas y buscar salidas dialogadas y democráticas a los conflictos es lo único que genera confianza ciudadana. Es esa la actitud de la Iglesia católica y la de cualquier ciudadano con conciencia democrática desarrollada.