El Salvador está catalogado internacionalmente como un país en exceso consumista. Somos pobres, pero consumimos más de lo que tenemos. La austeridad parece una palabra alejada del diccionario de nuestra lengua. Los diputados prefieren gastar en flores, corbatas y otros rubros superfluos, en vez de ahorrar o redirigir esos fondos —aunque sean escasos— hacia sectores productivos. El lujo se aprecia en exceso: los vehículos de gran cilindrada, el gasto abundante, los muros protectores, la apariencia externa son los fetiches preferidos de quienes empiezan a tener dinero o poder. La empresa privada critica con frecuencia supuestos despilfarros de los políticos, pero nuestro empresariado tampoco destaca por su austeridad. Al contrario, salvo algunas excepciones, la pasión por el lujo y la indiferencia ante los pobres han sido constantes en muchos de los empresarios. Las clases medias, con un pensamiento generalmente más crítico, se embarcan con frecuencia en la misma tendencia de privilegiar apariencias y superfluidades.
Al mismo tiempo, quienes ofrecen productos dan un pésimo servicio, muchas veces tratando de timar al consumidor. Si un comprador olvida ver la fecha de vencimiento, puede recibir en una farmacia una medicina que caduca el mismo mes en que le es vendida. Ciertos almacenes venden televisores atribuyéndoles especificaciones técnicas que en realidad no tienen. A pesar del subsidio, el Ministerio de Economía registra 322 casos de sobreprecio del gas en todo el país. En cualquier lugar, desde comerciantes informales que cambian dólares en la frontera hasta cadenas supuestamente de prestigio, pueden estafar al ciudadano. Así, al ansia de consumir se le une en ocasiones el afán de engañar al consumidor, a pesar del avance que ha significado la constitución de la Defensoría del Consumidor.
Y para rematar la situación, resulta que estamos en medio de una crisis económica mundial. Una crisis que nos golpea y dificulta la construcción de un desarrollo más incluyente y justo para nuestro pueblo. La pesada deuda heredada de Arena continúa creciendo y alcanza límites cada vez más riesgosos. Sin embargo, seguimos casi sin hablar de austeridad. Y decimos hablar de austeridad porque es el primer paso para empezar a vivirla, planificarla e institucionalizarla. La austeridad o el consumo responsable no son temas de debate en el país. Preferimos buscar políticamente lo que nos divide, más que crear líneas de pensamiento que desarrollen conciencia, conformen actitudes y creen cultura.
Si queremos enfrentar con seriedad este año 2013 que acaba de comenzar, el consumo responsable y la austeridad deben pasar a formar parte de nuestras reflexiones prioritarias. Todo hace pensar que en esta especie de campaña política anticipada nuestras fuerzas se irán más hacia el ataque al contrincante político que hacia el diseño de políticas de Estado. Insultar, mentir, tratar de ganar votos desde la palabra y la promesa falsa son hábitos dañinos e irresponsables en un país que necesita austeridad, esfuerzos y proyectos comunes. Si frente al consumo ansioso y compulsivo de lo superfluo debemos poner austeridad y consumo informado, frente a la palabrería política y la promesa grandiosa sin agenda de realización debemos oponer la crítica de quien desea calidad de vida para todos. Y exigir compromisos concretos, evaluables, con fecha de cumplimiento, en el camino hacia el desarrollo. No es justo que como ciudadanos caigamos en un consumo político en el que las emociones puedan más que las ideas, ni podemos tolerar que los políticos quieran obligarnos a consumir productos electorales caducados.