Esta semana hemos vivido un acontecimiento que ha vuelto a marcar profundamente la vida de nuestro país. Durante tres días, el transporte colectivo prácticamente se paralizó a lo largo de casi toda la geografía nacional. Tres días en los que miles de personas debieron salir muy temprano a la calle para dirigirse a sus trabajos y obligaciones sin saber a ciencia cierta si lograrían llegar a su lugar de destino y si lograrían volver a casa al final del día. Tres días vividos con temor y zozobra, en permanente estado de alerta, y en los que el recuerdo de los tiempos de la guerra volvió a hacerse presente en muchas mentes. Tres días en que nuevamente han sido violentados los derechos ciudadanos.
El denominado "paro de transporte" fue anunciado en primera instancia por los representantes del gremio del transporte colectivo, pero luego reivindicado por los cabecillas de las pandillas, y alargado hasta alcanzar los tres días, convirtiéndose en un verdadero calvario para una buena parte de la población.
En principio, es comprensible la situación de los empresarios y trabajadores del transporte colectivo: llevan años siendo víctimas de los grupos delincuenciales, que no solo los han extorsionado y les han destruido sus unidades, sino también asesinado. Tienen, pues, motivos de sobra para estar hastiados; tienen derecho a decir "basta ya". Pero los transportistas, con su decisión de convocar al paro, permitieron que los mismos grupos que los victimizan reivindicaran como propia la decisión. De hecho, las pandillas actuaron con gran astucia, pues al apropiarse del paro se convirtieron en sus protagonistas y desplazaron a un muy segundo término las demandas de los transportistas, causando así más tensión social al pretender convertir a la sociedad entera en rehén de sus decisiones y acciones.
Sin embargo, y pese al temor generalizado, el chantaje no funcionó. Fueron miles las personas que desafiaron la medida; miles los que, con la valentía y la responsabilidad que han caracterizado históricamente al pueblo salvadoreño, salieron de sus casas para dirigirse a sus trabajos y compromisos. La población no se dejó vencer, acudió a cumplir con sus responsabilidades e impidió que El Salvador se paralizara. Esta actitud fue fundamental en la resolución de la crisis. La ciudadanía envió un mensaje claro tanto para aquellos que quieren imponer formas de protesta que no favorecen a las mayorías como para las maras y pandillas: los salvadoreños no están dispuestos a apoyar sus convocatorias ni a ceder ante sus amenazas.
Además, igual de claro es hoy que la actitud violenta y deshumanizada de las pandillas, la victimización a la que han sometido a la población, la desconfianza que se han granjeado por los atropellos que han cometido, y la zozobra que han llevado a los barrios y colonias han levantado un muro muy alto que las separa irremediablemente del resto del país. Un país cuyas mayorías desean vivir honradamente y en paz.
Es importante, pues, saber leer el mensaje que la población dio en estos tres días. Es importante darse cuenta de que si de verdad se desea la paz, si se quiere resolver el problema de la violencia en el país, si se quiere construir un mejor El Salvador, si se quiere participar en un diálogo nacional, el único camino posible y eficaz es dar signos concretos y efectivos. Signos que muestren con hechos que realmente se tiene voluntad de construir la paz y no dejarse vencer por los violentos.
La actitud valiente y decidida de la gente durante esta semana deja en evidencia que está lista para sumarse a un esfuerzo nacional por la paz. Si hasta la fecha ha faltado movilización ciudadana en contra de la violencia, quizás es este el momento para organizar un acto masivo por la paz. Un acto que no deje dudas sobre su mensaje; en el que participen todos aquellos hombres y mujeres, organizaciones civiles y religiosas, políticas y sociales, que de verdad quieren la paz. Es la hora de decir "basta ya" de manera unánime.