El lunes pasado, el presidente Mauricio Funes afirmaba que "cada día se detiene a 120 personas, como promedio" en El Salvador. Si ese es el promedio, podemos decir que la PNC detiene anualmente a 43,800 personas. Si la mitad tuviera una pena de cárcel, la población carcelaria casi se duplicaría en un año. Ciertamente, la cifra es grande y debe ayudarnos a evaluar nuestro sistema de persecución y contención del delito. Desde la UCA hemos insistido de un modo sistemático en la prevención del delito, especialmente dotando al país de un camino de desarrollo socioeconómico digno e incluyente. A más justicia social, empleo digno, sistemas de protección social adecuados y mayores niveles educativos, la violencia y delincuencia descenderían exponencialmente. Siendo este el objetivo fundamental, no podemos olvidar la necesidad de un buen sistema judicial, una buena Fiscalía y una buena Policía. La relación entre Policía y crimen organizado, de la que ya hemos hablado antes, muestra la urgente necesidad de una reforma interna de la PNC. Pero la cifra de detenciones puede ayudarnos también a reflexionar sobre el sistema de persecución del delito.
En primer lugar, detener a mucha gente para después soltarla masivamente no indica nada bueno. Las cifras mencionadas al principio permiten suponer que más del 80% de los detenidos terminan pronto en libertad. Unos por tener medidas sustitutivas de cárcel y otros por ser sobreseídos. Esta hiperinflación de detenciones tiene generalmente consecuencias negativas para la sociedad. Antes que a nadie, afectan mayoritariamente a los más pobres, con lo que se extiende la idea errónea de que son socialmente más peligrosos que los ricos. Si la desigualdad económica escandalosa es una de las causas últimas de la violencia, es evidente que la riqueza puede contener en sí misma índices y patrones de violencia delictiva mayores que la pobreza. Victimizar a los pobres no ayuda a la cohesión social. Y la falta de esta también es causa de violencia. En un pequeño pero significativo estudio de hace algunos años se demostraba que en algunos juzgados la mayoría de los casos que se veían semanalmente y que se sobreseían sistemáticamente eran de escándalo público, resistencia a la autoridad y receptación. En los casos de este último delito, con frecuencia se aducía que el detenido portaba un teléfono celular sin tener una factura que acreditara su propiedad; por supuesto, casi todos eran liberados en los cinco o seis días siguientes a su detención.
En segundo lugar, la detención masiva de personas puede implicar índices peligrosos de arbitrariedad. Y eso aumenta la desconfianza ciudadana hacia la Policía. Hacer pasar por la Fiscalía y los juzgados a todos los detenidos, especialmente a los acusados de lo que se suele llamar "delito bagatela", sobrecarga a los fiscales y a los jueces, hace perder tiempo, entorpece la labor de investigar los delitos más serios y aleja la posibilidad de obtener justicia. En tercer lugar, las detenciones masivas con liberación pronta y mayoritaria dan confianza a los verdaderos delincuentes. Se les envía el mensaje de que la impunidad es la regla, y no la excepción. Un mensaje que es verdadero si vemos el índice de condenas con respecto a las detenciones. La misma Policía acaba desanimándose con ese juego del gato y el ratón, en el que el detenido casi siempre queda libre.
Las detenciones masivas no prueban que el sistema sea bueno. Al contrario, cuando son la contrapartida de la impunidad, entorpecen y dañan su credibilidad. Si a eso se suma un diseño burocrático que en la práctica hace lentos e incluso ofensivos tanto el sistema de investigación como el proceso al que se somete al ciudadano, tenemos un factor agravante de desconfianza. La falta de colaboración de la gente no se debe siempre al miedo, sino con frecuencia a la desgana de participar en un sistema improductivo, que maltrata a las personas e incluso daña los bienes de los afectados. Quien haya vivido la desventura de que su vehículo fuera robado, recuperado por la PNC y luego depositado un tiempo en Changallo, sabe de lo que hablamos.
La prevención del delito es sin duda el mayor déficit de nuestra sociedad frente a la delincuencia. Es prioritario combatir las diversas manifestaciones de injusticia social y la cultura de irresponsabilidad que se genera cuando la pobreza y la desigualdad permanecen golpeando a la sociedad. Pero revisar nuestro sistema de persecución del delito es también importante. En un país con tanta impunidad en delitos graves, centrarse en el delito bagatela para sobreseer pocos días después indica que algo no funciona y que las decisiones no son las correctas.