En 2015, cuando Nayib Bukele fue alcalde de San Salvador, inició una nueva fase del recurrente proceso de revitalización del Centro Histórico de San Salvador. Sin embargo, en los últimos dos años, esos cambios han adquirido otro ritmo y profundidad: se ha desalojado a los vendedores ambulantes de calles y aceras, peatonalizado vías, construido el nuevo edificio de la Biblioteca Nacional de El Salvador (Binaes), abierto el Jardín de Centroamérica y remodelado el Palacio Nacional. Todas han sido acciones tan publicitadas como controversiales.
No puede haber polémica respecto a la necesidad de una ciudad más amigable con los peatones, más limpia, más segura y con más espacios públicos para la convivencia ciudadana. Después de todo, la libre circulación, la salud, la seguridad y el descanso son derechos inalienables de la población. Pero cuestión aparte es la manera en que recientemente se ha intervenido esta área especial de San Salvador.
El carácter singular del centro de la ciudad viene de ser “histórico”. Es así porque la actual San Salvador fue fundada en 1545 en el sitio de la plaza Libertad. Durante tres siglos, la ciudad estuvo contenida en unas 80 manzanas alrededor de ese punto. El Centro Histórico era la ciudad. De ahí que en este espacio se produjeron algunos de los acontecimientos más sobresalientes de la historia del país, los cuales son parte de la memoria colectiva de los salvadoreños.
En el Centro perdura la cuadrícula urbana de calles, avenidas y plazas de origen colonial, y se agrupan algunas de las edificaciones más significativas de la ciudad: edificios públicos monumentales, templos y una diversidad de viviendas hechas de lámina, madera, bahareque y concreto que no se encuentran en otras ciudades de la región. Por estas y otras razones, el Centro posee carácter patrimonial, y es ese carácter el que en los últimos meses ha enfrentado bruscas intervenciones que merecen ser parte del debate público.
En contraste con la celeridad con la que levantó y puso a funcionar el nuevo edificio de la Binaes, tomó 15 años construir el primer proyecto para una cooperativa de vivienda social en el antiguo predio que ocupó el Ministerio de Obras Públicas, sobre la 1ª. Avenida Sur. Por otra parte, en solo un mes, el mismo ministerio demolió la manzana al sur del Palacio Nacional y creó un nuevo vacío en la trama de la ciudad, que fue adornado con fuentes y flores. Mientras, al norte del Palacio, sobre media manzana de un espacio que antes era abierto, la Dirección de Obras Municipales construye a paso lento la llamada “plaza Universitaria”, donde proyecta instalar un carrusel y puestos de comida.
Más contrastante es el caso del parque Bolívar, sobre la calle Rubén Darío, espacio público cerrado "por remodelación" desde hace años por la Alcaldía Municipal de San Salvador. En dicho parque se demolió su singular kiosco y se prevé cambiar de posición el monumento. Sin embargo, esta demoledora eficacia no ha llegado todavía a los edificios públicos y privados declarados con bandera roja después del terremoto de 1986, aunque se sabe que representan un peligro.
El Palacio Nacional es un caso especial por ser el edificio público más emblemático del país y por haber sufrido alteraciones irreversibles en el marco de los actos del 1 de junio: se sustituyó el piso original y se pintó de blanco y dorado las paredes, columnas, barandales y puertas que dan hacia el patio interior. Al irrespetar un monumento nacional de gran valor patrimonial y que cuenta con protección legal, el Gobierno manda un muy mal mensaje a la sociedad. Hasta ahora, ni los profesionales responsables de esa intervención, ni las instancias oficiales encargadas de velar por su conservación han explicado los criterios ni el propósito de dicha operación. ¿Qué se puede esperar de estas mismas instancias ante futuras intervenciones sobre inmuebles patrimoniales más modestos o de propiedad privada?
Las intervenciones en el Centro Histórico podrían intentarse justificar desde un supuesto afán de embellecimiento y revitalización, pero la belleza no es mera imagen superficial ni está reñida con el respeto a la integridad del patrimonio nacional. Es un contrasentido pretender darle nueva vida a un espacio de la ciudad destruyéndolo. Sin duda alguna, los salvadoreños tienen derecho a mejores espacios públicos y a un entorno urbano de calidad, pero también el deber de conservar su memoria y su cultura para sobre esa base enriquecer su historia. Convertir el centro de la ciudad en un parque de diversiones dirigido a turistas es una falta flagrante a ese deber.