El nuevo Gobierno se esfuerza por dar una imagen de agilidad en el análisis de situaciones y en la toma de decisiones. Las reuniones con la comunidad de desalojados de El Espino muestran un deseo claro de responder adecuadamente a gente que está viviendo en la calle. Y el plazo de setenta y dos horas dado a las empresas de telefonía para que bloqueen la señal en las cárceles contrasta con la lentitud de las administraciones anteriores, cuyos funcionarios se caracterizaron en general por ser muy amplios en discursos, pero muy débiles en la acción. Otras decisiones con búsqueda de solución inmediata han mostrado eficacia, a pesar de que los miembros del Gabinete acaban de asumir la compleja tarea de gobernar. Y es precisamente en la complejidad gubernamental e institucional donde se van observando fallos.
Luchar contra el nepotismo es positivo. Actuar con rapidez si existen pruebas claras también lo es. Pero realizar despidos masivos como método para luchar contra ese tipo de corrupción laboral no es el mecanismo adecuado ni respeta los derechos de los trabajadores. Mientras la comunidad internacional aprueba por muy amplia mayoría en la OIT nuevos convenios de protección de los trabajadores, el país no puede dar marcha atrás y ejecutar despidos sin que medie una investigación rigurosa. Asimismo, trasladar de cárcel a delincuentes peligrosos puede ser una buena medida si estos han logrado privilegios o controlan algunos aspectos de la vida carcelaria. Sin embargo, exhibir a privados de libertad esposados, en calzoncillos, descalzos e inclinados bajo la amenaza de unos policías enmascarados y con garrotes no es coherente con los derechos de los presos ni con convenciones internacionales, como la que prohíbe tratos crueles y degradantes.
Aunque todavía es demasiado pronto para juicios de fondo, conviene hacer recomendaciones desde ya. Los Gobiernos anteriores —de diferente ideología pero muy semejantes resultados— se caracterizaron por aparentar respeto a la institucionalidad mientras daban rienda suelta a una voracidad corrupta que se cebó en los recursos públicos. La institucionalidad se respetaba según las conveniencias o por obligación, pero no por gusto ni vocación. No en balde al actual Gobierno se le pide que respete la institucionalidad. Su afán de efectividad le lleva con frecuencia a saltarse procedimientos y normas. Así como no debía guardarse silencio ante la hipocresía de quienes violaban a su antojo aspectos básicos de la institucionalidad mientras hablaban en favor de ella, hay que señalar críticamente esta especie de descaro juvenil que privilegia la rapidez de los hechos en desmedro de las normas establecidas.
Por tradición, a todo Gobierno que inicia se le da el privilegio de la duda. Al de Nayib Bukele le han caído encima desde el principio comentaristas y personalidades que no tenían mucho interés en la institucionalidad cuando recibían favores, salarios o sobresueldos de políticos o gobernantes corruptos. Pero ello no obsta para que el llamado a respetar la institucionalidad sea necesario, como también lo es animar e incluso apoyar el afán de dar respuesta rápida y eficiente a los problemas de la gente. Mejor aún, no solo apoyar al nuevo Gobierno frente a los problemas coyunturales, sino también frente a los estructurales. Sin una calidad educativa universalizada, sin un sistema de salud eficiente para todos, sin una seguridad ciudadana que respete los derechos humanos, las soluciones coyunturales tienden a alimentar un círculo vicioso del que a la larga nadie se beneficia. Generar políticas de Estado y emprender reformas estructurales, sabiendo que ello tiene que ser parte de un diálogo honesto y serio con diversas instituciones, es fundamental para el desarrollo de El Salvador.