En los últimos años, la ciudadanía ha tenido la oportunidad de conocer a profundidad la corrupción enquistada en la política nacional. Los casos más llamativos son los que vinculan a los tres últimos expresidentes, Francisco Flores, Antonio Saca y Mauricio Funes, acusados de malversar y lavar millones de dólares. También hay muchos otros que involucran a funcionarios de menor grado. En estos últimos, la justicia ha avanzado poco; la mayoría no han sido debidamente investigados ni juzgados. Por la suma de todo ello se puede afirmar con sustento que la corrupción es un mal endémico del país y que aquellos que antes afirmaron que El Salvador no requería apoyo internacional para combatirla o se equivocaban, o buscaban evitar la persecución de delitos que les favorecían directa o indirectamente.
La corrupción corroe nuestra sociedad, mata la honradez y la honestidad. La mantienen pujante los funcionarios públicos que sustraen recursos del Estado para beneficio propio o de sus correligionarios. Hay corrupción en grande, pero también a pequeña escala, a la que está expuesto un policía, un secretario de juzgado o un inspector de trabajo, por ejemplo. Llevarse a casa una resma de papel o un lapicero, apropiarse de un vale de gasolina, o utilizar el teléfono de la oficina para charlas personales se considera algo normal, se realiza sin escrúpulos ni reparos de ninguna clase. Pero también es corrupción.
Participan de la corrupción las personas, sean empresarios, académicos, activistas o miembros del crimen organizado, que buscan comprar la voluntad de funcionarios para que les favorezcan con sus decisiones; y los ciudadanos que realizan fraudes o no pagan los impuestos que les corresponden. En esa línea, el mayor y más escandaloso caso contemporáneo de corrupción en América Latina es el de la empresa constructora brasileña Odebrecht, que sobornó a presidentes y altos funcionarios de más de diez países del subcontinente para que le asignaran obras millonarias.
El Papa Francisco, buen conocedor de esta materia, ha insistido en el peligro del flagelo, así: “Yo al pecado no le tengo miedo, le tengo miedo a la corrupción, que te va viciando el alma y el cuerpo. Un corrupto está tan seguro de sí mismo que no puede volver atrás. Son como esos pantanos chupadizos que querés volver atrás y te chupa. Es una ciénaga. Es la destrucción de la persona humana”. Asimismo, ha insistido en repetidas ocasiones en la necesidad tanto de denunciar la corrupción como de señalar los males que esta provoca.
Los casos que han salido a la luz pública deberían servirle a El Salvador para buscar un cambio de rumbo. La corrupción ha desviado inmensas cantidades de fondos públicos hacia bolsillos particulares. Dinero que hubiera podido invertirse en la mejora de la salud, la educación y la seguridad de todos los salvadoreños. Sin corrupción, la deuda pública no sería tan abultada, no amenazaría el futuro nacional, no comprometería tan seriamente las posibilidades de desarrollo de las generaciones venideras. El país debe blindarse contra la corrupción.
En los casos que se han conocido queda clara la ineficiencia, cuando no connivencia, de la Corte de Cuentas; la falta de capacidades técnicas y humanas de la Fiscalía para sustentar adecuadamente las acusaciones; la arbitrariedad con la que actúa la Sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia; la dificultad para que los corruptos devuelvan todo lo robado; la necesidad de que estos delitos no prescriban al término de 10 años. Es necesario que se modifique la ley de modo que la Fiscalía tenga que investigar a todos los beneficiarios de la corrupción y a todos los sospechosos de colaborar con la misma. Y especialmente importante es que la investigación se pueda extender a los partidos políticos y a sus responsables.
Combatir la corrupción requiere de la voluntad decidida tanto de los políticos como de la población. En El Salvador, además requiere de reformas institucionales y legales de gran calado. Esta es la tarea principal que tiene por delante la Asamblea Legislativa si de verdad está dispuesta a servir al país y responder a los intereses de la ciudadanía.