Somos un país joven y venimos de una institucionalidad pervertida. En la historia nacional, el número de presidentes que se enriquecieron desde el poder es muy superior al de los que dejaron el cargo sin tacha. Desconfiamos por principio de las autoridades porque nos han engañado demasiadas veces. La institucionalidad se ha manejado con frecuencia al capricho de iluminados más invadidos por la soberbia y los afanes individuales que por la racionalidad, la inteligencia o la solidaridad. Las diversas constituciones de El Salvador, incluida la actual, pocas veces han sido más que papel mojado. Sin embargo, en las últimas décadas, hemos ido dando pequeños pasos hacia una mayor y mejor institucionalidad.
Los Acuerdos de Paz influyeron en su mejora. La PNC, una entidad independiente de los militares, o la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, por ejemplo, nacieron de los Acuerdos. El partido Arena contribuyó también al fortalecimiento de la institucionalidad con la creación de la Superintendencia de Competencia y la Defensoría del Consumidor, por mencionar dos instancias. Asimismo, en el último Gobierno de Arena, cuando Antonio Saca estaba en el partido, se le dio un impulso interesante a la institucionalidad del Tribunal Supremo Electoral, que ha seguido mejorando durante la administración Funes. Y del Gobierno actual podemos citar, entre otros, el establecimiento del Instituto de Acceso a la Información Pública y la mejora del Tribunal de Ética Gubernamental. La Sala de lo Constitucional en funciones, fruto de acuerdos entre los partidos dominantes, ha contribuido también a la institucionalidad. Y aunque en algunos momentos hubo intentos de sojuzgar y someter a los magistrados, lo cierto es que la gran mayoría de sus resoluciones —si no todas— se han cumplido.
En este contexto, llama mucho la atención la negativa sistemática de la actual directiva de Arena a reconocer la institucionalidad. Decir que no van a reconocer al Gobierno electo si no se cuentan los votos uno por uno es un capricho pueril que se disolverá en el ridículo. Una disolución que ya ha iniciado, pues una buena parte de la retahíla de quejas presentadas por Arena en el tema electoral se ha ido quedando sin sustancia. Incluso los mismos dirigentes areneros han ido cambiando las acusaciones, según se van desvirtuando las del día anterior. Los supuestos testigos que dicen haber visto salir a los presos no son custodios del sistema penal, como sostenía Arena, sino miembros de su partido.
Un miembro del Coena incluso se atrevió a decir que diez mil presos salieron a votar, como si los reclusos estuvieran alojados en un hotel y pudieran moverse con libertad. Concebir que, en una elección, el sistema penitenciario haya movilizado 200 buses llenos de presos para llevarlos, junto con sus custodios, a votar, no solo es ridículo por lo absurdo, sino una llana estupidez. Es insólito que un operativo de ese calibre pasara desapercibido hasta varios días después. Es disparatado pensar que los presos entraron sin esposas y sin vigilantes armados a los centros de votación, y que ninguno se fugó. Si lo de los buses y la movilización custodiada ya es un absurdo, más aún lo son las alternativas: presos yendo a votar en taxi o en bus, y regresando tranquila y voluntariamente al infierno carcelario.
Hay que decirlo claramente: lo de Arena es un capricho y un ataque a la institucionalidad, la misma que ese partido ha contribuido a crear. Se puede entender la frustración de la derrota y la molestia que pueden causar algunas irregularidades —por cierto, menores que las que se dieron en las elecciones de expresidentes de Arena—. Pero lo que es un signo inequívoco de inmadurez política de la actual dirigencia es su ataque a la institucionalidad, y el predominio del capricho y la mentira para llevar la propia posición adelante, aun a riesgo de debilitar al Estado. La gente sensata y democrática de Arena debería hacer un llamado a la racionalidad y la cordura frente a esta especie de histeria de un sector de su dirigencia, que parece incapaz de aceptar tanto la derrota electoral como el clamor de la ciudadanía, que exige que los políticos no actúen como adolescentes inmaduros y caprichosos, sino como personas adultas que trabajan por el bien común.