Los jóvenes tienen los peores trabajos, con los más bajos salarios, y padecen además los índices mayores de desempleo. La violencia, la muerte y la delincuencia se ceban especialmente en los jóvenes. Las cárceles están llenas en su mayoría de jóvenes. Son los jóvenes los que más nutren la caravana permanente de migrantes hacia los Estados Unidos. Estas frases que acabamos de leer pueden ser hoy los titulares de nuestros periódicos en El Salvador, o en otros muchos países latinoamericanos. Son problemas reales, constatados por estudios sociales serios. A esas verdaderas tragedias humanas que sufren nuestros jóvenes podríamos añadir otras como abusos sexuales, embarazos prematuros, marginación, desconfianza, falta de diálogo con ellos, etcétera. No obstante, las noticias tienden mucho más a pintar un mundo donde lo joven se identifica con lo superficial, con la moda o con la propaganda comercial. Ahora, en esta cumbre, se nos dice que se va a hablar de los jóvenes y que se hará con seriedad.
Precisamente, en estos días tenemos a la mayoría de los jefes de Estado iberoamericanos enfrascados en esta reunión en San Salvador que tiene por tema principal la juventud y el desarrollo. Sin embargo, en su fase inicial, la cumbre quedó dominada por la crisis económica que se abate sobre el mundo en general y sobre América Latina en particular. Pero de nuevo habría que señalar que los pobres y los jóvenes, muchos de ellos pobres también, son los que están cargando con el mayor peso de la crisis.
Aunque la crisis es ciertamente económica, su trasfondo tiene otras dimensiones que con frecuencia son poco reflexionadas. La irresponsabilidad de los gobiernos, la falta de conciencia social de quienes tienen poder y dinero, la pervivencia de pautas coloniales racistas, que llevan a menospreciar al pobre, que desconfían de él y tienden a minusvalorar sus necesidades, han mantenido a nuestros países —especialmente en Centroamérica— en una especie de crisis permanente. Crisis a la que no llamamos crisis porque estamos acostumbrados a ella. Pero que si se diera en otros países repentinamente, crearía una terrible convulsión. Si en cualquier capital del mundo desarrollado tuvieran índices de homicidios semejantes al de El Salvador u otras naciones de Centroamérica, la crisis sería monumental. En Madrid, una capital con seis millones de habitantes, los periódicos protestaban porque en 2008 los homicidios habían llegado a 26 en los cinco primeros meses del año, y eso contrastaba con los 18 que hubo en el mismo período de 2007. El número de homicidios que aquí suceden en cinco días, con una población semejante, tarda cinco meses en ser cometidos en una ciudad del mundo del desarrollo.
Es cierto que no todo es igual en América Latina, y que hay diversidad de problemas. Pero vivimos en el continente que en conjunto tiene las mayores diferencias mundiales en el ingreso. Diferencias claramente injustas entre quienes ganan más y quienes ganan menos, y que hacen además que las crisis sean mucho más severas para quienes están al fondo de la escala socioeconómica. Que los jóvenes y el desarrollo no son dos valores plenamente unidos también es cierto. Somos muy partidarios del lenguaje sensiblero y nos encanta decir que los jóvenes son el futuro de la patria. Pero en realidad tenemos un mundo de adultos despiadados donde ni los pobres ni los jóvenes importan demasiado: una empresa con muy poca preocupación social, un sistema impositivo que no recauda lo suficiente para invertir en desarrollo y protección social, y unas diferencias socioeconómicas donde la pobreza extrema convive cercanamente con el lujo y el derroche.
La crisis que se nos ha venido encima no ha hecho sino amontonar problemas sobre problemas pendientes, y afecta más a quienes tradicionalmente han sido ya afectados por un sistema injusto de repartición de la riqueza producida entre todos. No podemos estar contentos con lo que hay y debemos exigir y aspirar a mucho más. La cumbre será un fracaso si no se observan cambios radicales en un modo de caminar hacia el desarrollo demasiado unido a la diferencia social injusta en el ingreso, a la despreocupación real por los pobres, y al discurso grandilocuente sobre el futuro de los jóvenes, que ciertamente prefieren emigrar a confiar en las promesas de los políticos.