La inconstitucionalidad del último decreto gubernamental (32) sobre el proceso de retorno a la vida productiva señala de nuevo la necesidad de acudir a la vía de la institucionalidad como único procedimiento válido para restringir derechos. El tema es muy claro y la ciudadanía crítica lo entiende perfectamente. La Sala de lo Constitucional ha aceptado, dada la gravedad de la situación, que el decreto inconstitucional continúe vigente hasta el 23 de agosto. Y da de plazo hasta esa fecha para que el Ejecutivo y la Asamblea Legislativa se pongan de acuerdo en una ley que marque las etapas y condiciones del retorno a la vida social y productiva, así como las restricciones a derechos a lo largo de este período de emergencia sanitaria.
El problema es lograr dicho acuerdo dada la cercanía de las elecciones legislativas y municipales. Poco ayuda también la agresividad de las declaraciones de la mayoría de funcionarios del Gobierno, empezando por las del presidente. Los partidos políticos, aunque menos agresivos que el Ejecutivo, tampoco han estado abiertos del todo al diálogo y a la búsqueda de soluciones. En general, las partes en conflicto no han hecho propuestas de consenso ni, mucho menos, han llamado a mediadores y expertos que den lineamientos sobre el proceso de reincorporación a la vida social y productiva. Acudir a la Sala de lo Constitucional ha quedado como el único mecanismo para resolver la falta de acuerdos, especialmente cuando el Ejecutivo ha tomado decisiones más allá de una necesaria ley de la República a la hora de restringir derechos.
El Gobierno tiene que reflexionar y aceptar la necesidad de una ley, aprobada por la Asamblea Legislativa, que dé fundamento a su actividad a la hora de restringir derechos. Y la Asamblea debe tener conciencia de la necesidad de diálogo con el Ejecutivo, al que no puede amarrar con normas que le dificulten dar pasos en la lucha contra la pandemia. Ambas partes tienen que caer en la cuenta de que una ley funcional, aunque no sea perfecta, es más importante que la inexistencia de la misma. Cerrarse en la propia decisión e impedir la legislación adecuada deja en vulnerabilidad a la ciudadanía y puede propiciar un caos sanitario y social.
El Salvador urge diálogo, cooperación y solidaridad. Las necesidades son muchas. Y si se tiene en cuenta el crecimiento de la pobreza y la debilitación de la economía, es evidente que surgirán pronto otras crisis de igual gravedad que la actual. Superar las divisiones y lograr consensos poniendo en el centro a los más vulnerables y empobrecidos es la única manera de abonar al bien común. Nuestro pueblo desea cada vez con más fuerza igualdad sociocultural básica y mayor participación en la vida ciudadana y en la orientación del desarrollo. A los políticos les corresponde dar respuesta a esos deseos desde una mayor inversión en desarrollo humano y social, y desde la elaboración de una legislación que frene la desigualdad.
En el país, la función pública ha sido entendida como un modo de acceder a una vida de privilegios y mejorar el estatus económico personal. La pandemia, con todas sus repercusiones económicas y sociales, desnuda los fallos de los políticos y su irresponsabilidad social, así como su corrupción y ausencia de moral, que en buena parte son causa de la pobreza de tantos compatriotas. Dialogar a fondo sobre las necesidades de las grandes mayorías, sobre los proyectos de inversión en desarrollo, sobre quiénes pueden y deben aportar más vía impuestos es tarea urgente. Negarse al diálogo o a la acción solo conseguirá profundizar la crisis y aumentar la desconfianza ciudadana en la política. Solo la búsqueda de acuerdos y el buen funcionamiento de las instituciones, como lo han repetido las voces más sensatas y con mayor peso moral, abrirán las puertas a un futuro decente capaz de superar la crisis generada por esta pandemia y por la inadecuada gestión de la misma.