El Gobierno de Bukele acaba de establecer un nuevo puesto en la estructura de la Presidencia: el comisionado presidencial de derechos humanos y libertad de expresión. No es la primera vez que se produce un nombramiento de este tipo. En el período inmediato anterior al actual, el de Sánchez Cerén, se nombró una comisionada presidencial para los derechos humanos. Curiosamente, ambos nombramientos han coincidido con la misma persona al frente de la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, Raquel Caballero. En el pasado, ni la comisionada ni la procuradora hicieron nada significativo en su campo de responsabilidad. En la actualidad, al cargo se le añade auditar la libertad de expresión, en un momento en que abundan las quejas de ataques a los periodistas. Y se ha eligido como comisionado a un abogado colombiano experto en persecución de delitos informáticos. La coincidencia de que se nombre este tipo de comisionados cuando está al frente de la Procuraduría la misma persona hace pensar que algo está mal; la duplicación de funciones suele ser mala señal.
Hasta el momento, la única explicación oficial del nombramiento del comisionado ha sido la de un supuesto interés gubernamental de proteger los derechos humanos. Sin embargo, ello contrasta con el discurso del presidente y los suyos, siempre agresivo con los defensores de derechos humanos y los periodistas. Cualquiera que sea la razón del nombramiento, el hecho de que haya un nuevo puesto gubernamental para el área deja en claro que las constantes acusaciones de violaciones a derechos humanos son fuente de preocupación para el Gobierno. Y eso, más allá de lo que haga el nuevo comisionado, en conjunto o en paralelo con la procuradora, podría entenderse como una buena noticia: al fin el Ejecutivo comienza a darse cuenta de que la violación de derechos humanos causa daño al país en todas las esferas, tanto nacionales como internacionales, y que la propaganda, por intensa que sea, no sustituye la objetividad de lo que pasa en las calles y cárceles.
Ahora bien, por ser los derechos humanos una especie de moralidad externa al poder del Estado, el nuevo comisionado presidencial, al estar inserto en la política de turno, nunca generará confianza. Los derechos humanos, además, gozan de un enorme desarrollo jurídico y legal, y tienen su propia institucionalidad dentro del marco de las Naciones Unidas y, en el caso de América Latina, de la Organización de los Estados Americanos. Una institucionalidad que, más allá de las debilidades propias de la ONU y la OEA, apoyará siempre a la sociedad civil cuando esta reclame prácticas reñidas con los derechos humanos y con los convenios que los respaldan, basados en la igual dignidad de la persona.
Durante la guerra civil, el Estado salvadoreño tuvo su propia Comisión Gubernamental de Derechos Humanos. Esta se dedicaba a, por un lado, desacreditar a la guerrilla y, por otro, ocultar los atropellos, abusos y múltiples y continuos delitos que cometían el Ejército y los cuerpos militarizados de seguridad. La Comisión Gubernamental fracasó en su intento de desfigurar la realidad de aquel entonces. Hoy, cuando expertos de la ONU y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos afirman que en El Salvador existe una verdadera crisis de respeto a los derechos humanos, es de rigor tener en cuenta las farsas y fracasos del pasado, e iniciar un diálogo serio con la comunidad nacional de defensores de derechos humanos. Solamente de esa manera se podrá corregir el desprestigio creciente en este campo.