El sábado pasado Nayib Bukele asumió la presidencia de El Salvador, tras un proceso de reelección que violenta la Constitución, unas elecciones con un alto abstencionismo y un apoyo muy mayoritario entre quienes votaron. En su discurso de toma de posesión insistió en sus logros, especialmente en el de la seguridad, y acudió, una vez más, a un mensaje sobre la nueva era que se abre para El Salvador, en contraste con un pasado lleno de errores. Señaló también el reconocimiento internacional, así como el apoyo del pueblo salvadoreño, que él considera prácticamente unánime. Atribuyó a Dios sus éxitos y se comprometió a trabajar en el campo de la economía, la cual, según las encuestas de opinión pública, concentra las preocupaciones ciudadanas.
Como en tantos otros discursos de toma de posesión, las promesas de un futuro feliz fueron abundantes, incluso habló de nuevos milagros por venir. Y por supuesto, no hubo autocrítica ni rendición de cuentas. La experiencia de los primeros cinco años lleva a esperar un régimen de propaganda intenso y algunas obras que puedan presentarse como éxitos espectaculares. El régimen de excepción probablemente continuará y seguirá pesando como una amenaza frente a cualquier crítica. Y dado el mesianismo que se observa en el discurso de Bukele, es fácil suponer que la línea autoritaria y cerrada al diálogo seguirá dominando el estilo de gestión. Las referencias a aplicar medicina amarga en la economía despiertan el temor de que se adopten medidas económicas neoliberales que aumenten la miseria y la desigualdad.
En contraste, en su oración en el acto de toma de posesión, el arzobispo de San Salvador insistió en la necesidad de fortalecer las redes de protección social; atender desde ellas a los sectores más vulnerables, incluidos los campesinos y los pueblos indígenas; y luchar contra la impunidad y contra todas las formas de violencia. Se pronunció a favor de que la economía del capital sea superada por una economía al servicio de la persona humana y pidió una justicia sin acepción de personas.
En la línea del arzobispo, la población debe insistir en una reforma fiscal que ponga el mayor peso de la recaudación en los sectores de mayores ingresos, sin recurrir solamente, como han hecho todos los Gobiernos de la posguerra, al IVA y a los tributos que golpean con más fuerza a la población empobrecida. La salud, la educación y las pensiones deben convertirse en redes de protección social eficientes y universales. Y la seguridad ciudadana debe dejar de depender del régimen de excepción y pasar a manos de instituciones que no necesiten eliminar derechos básicos para perseguir y controlar la criminalidad. Aceptar sin quejarse todas las acciones del Gobierno es un mal consejo y una peor decisión. Más bien lo que se requiere es diálogo con quienes piensan distinto, pues el desarrollo humano pasa por la colaboración de todos. La idea de convertir a El Salvador en un país de porristas tiene nada de proyecto de nación y demasiado de pesadilla.