A partir de los años ochenta del siglo pasado, América Latina vivió una transición de regímenes autoritarios a democráticos. El signo fundamental de esa dinámica fue el sometimiento del poder militar al poder político. En nuestro país, la guerra retrasó el inicio de esa transición. Los Acuerdos de Paz de 1992 pusieron al Ejército en los cuarteles y a la seguridad pública y ciudadana en manos de la Policía Nacional Civil, como debía ser. Pero muy pronto ese cambio empezó a desnaturalizarse. El Salvador es parte de una tendencia internacional de remilitarización de la seguridad pública.
En Guatemala, detrás de Jimmy Morales están los militares de la vieja guardia; cuando anunció el cese de la CICIG, lo hizo con el respaldo de los de verde olivo. Juan Orlando Hernández, en Honduras, no solo militarizó la seguridad pública, sino que creó una Policía Militar que está bajo mando directo suyo. Ni Daniel Ortega ni Nicolás Maduro siguieran en el poder si no tuvieran el respaldo de los militares, a los que ambos han colmado de prebendas y privilegios. En Brasil, Bolsonaro va de la mano de sus excompañeros de armas. En México hay un control casi absoluto de la seguridad pública por parte de los militares. Y en El Salvador, la Fuerza Armada ha pasado de poco más de 8,500 efectivos en 2009 a casi 25 mil en 2014. En el mismo período, el presupuesto que se la ha asignado para tareas de seguridad creció casi 300%, pasando de 10 millones y medio de dólares a más de 30 millones.
La cuestión de fondo es que el poder de incidencia del Ejército crece en la medida en que se le dan más tareas y dinero. Esto cuando su supuesto sometimiento al poder civil nunca ha sido un hecho. Recién terminada la guerra, nunca depuró a sus miembros señalados por graves crímenes. Nunca devolvió ninguna de las instalaciones que ocupó durante el conflicto armado, a pesar de que en aquel tiempo su membresía sobrepasaba los 60 mil efectivos. En enero de 2012, Mauricio Funes le ordenó revisar los nombres de instalaciones militares que rinden tributo a violadores de derechos humanos. Al día de hoy, por ejemplo, la Tercera Brigada de San Miguel sigue llevando el nombre de Domingo Monterrosa, señalado como responsable de la masacre de El Mozote, la mayor de todas las cometidas en el país y la más grande del hemisferio occidental en la época moderna. Además, el Ejército ha desoído sentencias judiciales que le ordenan abrir sus archivos para encontrar pistas de lo que pasó con los miles de desaparecidos y las masacres de la guerra civil.
Si, como dijo Nayib Bukele, el período de posguerra ya finalizó, una tarea fundamental de la nueva administración para fortalecer la democracia será superar un patrón de actuación militar que los Gobiernos precedentes permitieron. Según la Constitución, el Ejército está sometido al poder civil. Ya se verá si el presidente electo quiere o puede hacer realidad ese precepto.