En El Salvador hablamos de las crisis de seguridad y económica, que de acuerdo a las encuestas son los temas que más afligen a la población, pues experimenta sus consecuencias en la vida diaria. Sin embargo, poco se habla de la crisis ambiental que enfrenta el país y que, como las otras dos, tiene connotaciones estructurales. En el contexto de la conmemoración de la Declaración Internacional de los Derechos Humanos, es importante hacer notoria la necesidad de atender los derechos ambientales, que a su vez condicionan otros derechos de la población.
El preocupante cuarto lugar que la organización alemana Germanwatch dio a El Salvador a finales de noviembre en el ranquin de países más afectados por el cambio climático fue recibido acá como una noticia más y ya prácticamente desapareció de la agenda nacional. Algunos podrán decir que hemos mejorado, porque en 2009 se nos ubicó en el primer lugar de la lista. Pero como bien dijo el ministro de Medio Ambiente y Recursos Naturales, este cuarto lugar no viene sino a confirmar que el país atraviesa una tremenda crisis ambiental. En 2010, Naciones Unidas sostuvo que más del 80% de la población y el 95% del territorio salvadoreños son vulnerables, lo que nos hacía acreedores del alarmante calificativo de país más vulnerable del mundo. Por su parte, la Comisión Económica para América Latina (Cepal) determinó hace un par de años que El Salvador está en una situación de estrés hídrico, es decir, nuestro territorio no dispone de suficiente agua para cada uno de sus habitantes.
Sin perder de vista que la inseguridad y la crisis económica que arrastra el país desde hace décadas son problemas de primer orden, la crisis ambiental se relativiza de tal manera que pareciera que el futuro del país no está comprometido. Probablemente, la frialdad de los números hace que no se genere mayor preocupación en el país y no se ponga empeño en revertir esta situación. Quizá la socialización de los efectos visibles de la crisis ambiental pueda ayudar a comprender la envergadura del problema.
El Salvador tiene menos del 3% de sus bosques originarios, y por ello somos desde hace años la segunda nación más desforestada del continente, solo después de Haití (sin embargo, Haití no aparece en los primeros lugares de la lista de países más afectados por el cambio climático). Además, de los 56 ríos que aún existen en el país, ninguno contiene agua apta para el consumo humano. El Lempa, nuestro río más caudaloso y principal fuente de producción de energía eléctrica y de agua para la ciudad capital, representa el 62% del agua superficial del país. Si al Lempa le sumamos los afluentes de los dos ríos que marcan nuestras fronteras con Guatemala (río Paz) y Honduras (río Goascorán), ese porcentaje sube al 82%. Ahora bien, múltiples estudios han determinado que más del 90% de esas aguas superficiales están entre moderadamente y severamente contaminadas.
Estas son solo algunas de las realidades que expresan el grave problema que vive El Salvador. Para decirlo sin ambages, vivimos una amenaza brutal a las posibilidades de vida en el país. Pero como aún no la experimentamos con crudeza, actuamos como si esta amenaza no fuera real. Y, para colmo, se cierne el peligro de la explotación minera metálica. En una situación como la del país, en un territorio tan pequeño y prácticamente sin agua suficiente para su población, es difícil comprender por qué no se prohíbe definitivamente esta industria tan nociva para el medioambiente y para las aguas superficiales y los mantos acuíferos. Precisamente en esto radica la principal crítica a la publicitada aprobación de la Ley de Previsión de la Minería Metálica, porque no prohíbe la actividad, sino que la suspende hasta que se cumplan algunas condiciones.
La nueva fiebre del oro comenzó en nuestro país con la mina El Dorado, en el departamento de Cabañas. Esta mina está ubicada en el centro de la cuenca alta y media del río Lempa. Y la amenaza que esto supone para el principal río del país es suficiente para prohibir definitivamente la minería. La semana pasada, la onza de oro se cotizó en el mercado internacional arriba de los 1,730 dólares. Esta es la principal razón de ambicionar nuestro suelo por encima de toda amenaza a la vida de la población. En este sentido, una manera concreta de luchar por los derechos humanos es defender los derechos ambientales, que, como dijimos al principio, son condición necesaria para el disfrute de otros derechos y de la vida misma.