Avanzamos hacia la próxima elección presidencial en medio de unos debates que no son constructivos ni dicen verdad. Comparar a El Salvador con un barco encallado que está a punto de hundirse no es más que la dramatización de los sentimientos de gente incapaz de darse cuenta de las causas de nuestros problemas. Los países no se hunden. Si se hundieran, el país descansaría en el fondo del mar gracias a la serie de cafetaleros y otros terratenientes corruptos, unidos o alternando con militares, que lo gobernaron por largos decenios durante los casi doscientos años de independencia. Contestar diciendo que las ratas son las primeras en abandonar el barco que se va a pique puede ser una buena réplica al calor de la polémica, pero tampoco corresponde con la realidad del país. En medio de graves problemas, de El Salvador ha tenido que salir principalmente gente decente. Y tan decente que a pesar de haber sido expulsados por la pobreza, la guerra y la violencia, envían después un porcentaje de sus salarios a la tierra cuscatleca para mantenernos a todos.
Cuando lo que El Salvador necesita es un debate serio sobre su futuro y su camino hacia el desarrollo, el análisis empresarial cargado de simplismo y derechismo, y enfrentado a la agresividad de otros, puede frenar y estancar ese desarrollo, así como impedir el diseño de un mejor futuro. No es justo para nuestra gente que el año preelectoral se convierta en tiempo perdido, plagado de mentiras y confrontaciones estériles. La ciudadanía se queda sin saber si habrá que esperar todo un año para que nos digan realmente la verdad de nuestro país al día siguiente de la votación o si nos seguirán mintiendo indefinidamente. Lo cierto es que El Salvador lleva un rumbo equivocado. Mantenemos realidades y problemas que de ninguna manera conducen a un desarrollo equitativo y justo.
Más allá del actual Gobierno, cargamos con una tendencia ininterrumpida de endeudamiento, baja productividad, graves problemas de empleo, débil institucionalidad, servicios públicos básicos estratificados según los niveles de ingreso y expulsión de nuestra población por la incapacidad de ofrecer niveles de vida digna. Y a todo ello se suman serios problemas de violencia. En estas circunstancias, no es decente presumir de todo lo que supuestamente se hace por el país desde el liderazgo empresarial, porque es evidente que es poco y resulta insuficiente. Tampoco es adecuado compararse con administraciones pasadas a las que se les echa la culpa de todo lo que ocurre, sin reconocer que el modelo de funcionamiento de El Salvador apenas se ha tocado. Porque, ciertamente, no se ha comenzado un camino de cambio estructural que pueda dar resultados de desarrollo económico y social equitativo.
En estas circunstancias, lo obvio sería reconocer que nos necesitamos todos para enfrentar los problemas de El Salvador. Y que si separados no podemos, al menos debemos dialogar para alcanzar acuerdos básicos sobre el país que queremos. ¿Deseamos universalizar derechos básicos y ofrecerlos con una misma calidad? Si respondemos afirmativamente, tenemos una larga tarea de diálogo y acción por delante. Y si ese diálogo comenzara antes de la elección, sería mejor que después. La borrachera del triunfo electoral puede hacer pensar al partido ganador que toda la gente está detrás de ellos y que no necesitan más que el poder recién obtenido para cambiar o mejorar el rumbo del país. Y si eso es así, nos seguirán mintiendo, mientras el país continúa con sus debilidades crónicas y, lo peor de todo, con el sufrimiento de su gente. Dialogar ahora, avanzar en acuerdos de desarrollo que se conviertan en verdadero proyecto de realización común, es una urgencia. Dialogar es, en definitiva, empezar a decir verdad sobre El Salvador y construir desde allí. El tiempo oportuno para ello era ayer y sigue siéndolo hoy.