El Salvador, siguiendo una tendencia global, se urbaniza aceleradamente y gran parte de su población se concentra alrededor de las principales ciudades, en especial de San Salvador. Este proceso tiene consecuencias importantes para la vida de los salvadoreños y supone una fuerte presión sobre el medioambiente y los recursos naturales de nuestro pequeño país. La alta densidad de la población (la mayor de América Latina) y la alta vulnerabilidad del territorio hacen más complejo el panorama; y a esto se suma la falta de un plan de ordenamiento territorial y la alta especulación sobre el precio de la tierra, cada vez más escasa.
Según datos del PNUD, una tercera parte de las familias salvadoreñas vive en asentamientos urbanos precarios; es decir, en lugares que no tienen servicios básicos (agua potable, saneamiento y energía eléctrica) ni zonas verdes o espacios para la recreación; y que están ubicados en zonas altamente vulnerables. En estos asentamientos, las viviendas son inadecuadas e inseguras, y en la mayoría de los casos sus habitantes no cuentan con la respectiva escritura de propiedad. Estas familias, pues, no gozan del derecho a una vivienda digna, algo básico para el desarrollo de una vida con bienestar. En esta línea, el PNUD señala que una de las mayores angustias que provoca la pobreza es no poder dar a los hijos un lugar que les garantice seguridad y confort físico. Además, se ha comprobado que las condiciones materiales de la vivienda condicionan las posibilidades de desarrollo de la persona y el modo en que se inserta en la sociedad.
Por ello, es importante reivindicar y luchar por el derecho a la vivienda. Por un lado, la realidad nos revela que una parte importante de la población vive en la precariedad. Por otro, si queremos construir una sociedad más justa, donde la cuna no sea destino, debe haber garantía de que los niños crezcan en condiciones de dignidad. La actual situación de la vivienda de los sectores populares, sus grandes carencias materiales, disminuye las posibilidades de alcanzar mayores niveles escolares y aumenta los índices de violencia intrafamiliar y juvenil, por solo citar dos efectos. Paralelamente, los residenciales urbanos florecen sin control ni orden adecuados. Lo que está causando importantes daños al medioambiente y agudizando la ya crítica situación de los recursos naturales, en especial del agua. Para colmo de males, el costo del suelo urbano y de la vivienda ha subido enormemente en los últimos años, dando lugar a lo que ya puede considerarse como una burbuja inmobiliaria que restringe el acceso a una vivienda propia.
Esta situación hace necesario que el Estado intervenga y desarrolle políticas públicas tanto para garantizar el derecho a la vivienda como para proteger el medioambiente. Si bien es cierto que en los últimos años se han dado pasos importantes, todavía falta mucho por hacer. En 2012, se aprobó la Ley de Ordenamiento y Desarrollo Territorial, que manda formular la Política Nacional de Ordenamiento y Desarrollo Territorial, la cual todavía no existe. Tampoco se cuenta aún con una política nacional urbana, a pesar de que el Plan Nacional de Ordenamiento y Desarrollo Territorial de 2002 definió los elementos centrales de aquella. Y se sigue echando de menos una Ley Nacional de Vivienda y Hábitat.
El desarrollo e implementación de todo este marco normativo es esencial para garantizar en El Salvador un desarrollo urbano adecuado y el goce de los derechos a la vivienda y a un hábitat digno para todos los sectores sociales. Los intereses de los propietarios del suelo urbano, de los desarrolladores de proyectos urbanísticos y de la población entran fácilmente en contradicción entre sí y suelen ir en desmedro del medioambiente. Esto hace necesaria la regulación estatal del suelo, la vivienda y el hábitat. Renunciar a hacerlo significará hipotecar el bienestar de esta y de las futuras generaciones.