La decisión de Nayib Bukele de hacer frente a las pandillas mediante capturas masivas sin fin acuerpadas por un estado de excepción deja claro que su Gobierno o no tenía ningún plan para el combate a la delincuencia, o este ha fracasado estrepitosamente. Las detenciones han estado acompañadas de múltiples violaciones a los derechos humanos y hacen a un lado la presunción de inocencia. Como ya han mostrado algunos medios de comunicación y cientos de publicaciones en las redes sociales, se está privando de libertad no solo a personas presuntamente vinculadas con las pandillas, sino también a gente honrada que no ha cometido ningún delito. La práctica de primero detener y después investigar es totalmente contraria a los principios democráticos. La dinámica que está aplicando el Gobierno impide la adecuada defensa de los detenidos; mete a inocentes y culpables en un mismo saco, sin importar la grave injusticia que ello conlleva.
El presidente y sus ministros han dicho que no harán ningún caso a las alertas y denuncias tanto nacionales como internacionales, y que seguirán adelante hasta encarcelar a todo aquel que consideren sospechoso. Alardean de haber privado de libertad a miles de personas sin disparar una sola bala, lo cual es mentira, pues hay evidencia de personas fallecidas en enfrentamientos con policías. Tampoco reconocen que algunos de los detenidos han muerto mientras estaban privados de libertad. Sobre estas muertes el Gobierno tiene toda la responsabilidad y deberá rendir cuentas tanto a los familiares de las víctimas como a la sociedad en general.
Cuando se utiliza la fuerza bruta para resolver conflictos, los cuerpos de seguridad se envalentonan y cometen cada vez más graves atropellos contra la población, desatando una espiral de violencia que puede llegar hasta límites muy peligrosos. El Salvador conoce muy bien de esto. Generaciones de adultos no olvidan los terribles abusos y arbitrariedades de los cuerpos de seguridad existentes hasta el año 1992; cuerpos que tuvieron que ser eliminados precisamente por su historial de graves violaciones a los derechos humanos, por su barbárico perfil asesino.
Cuando el presidente acusa a las organizaciones defensoras de derechos humanos de ser cómplices de los criminales y de no amparar a los buenos ciudadanos, se iguala a los gobernantes dictatoriales que en el pasado repetían la misma cantaleta. Los derechos humanos son de todas las personas, no solo de las que a juicio de un mandatario son “buenas”. De hecho, para dar plena seguridad a las personas “buenas”, es absolutamente necesario el respeto a los derechos humanos de toda la población.
Agobiados por el actuar de las pandillas, muchos aplauden estas medidas gubernamentales. Acabar con la delincuencia es una necesidad y una demanda popular, sí, pero ello no justifica lo que ahora se está haciendo. El combate a las pandillas no pasa por atropellar a amplios sectores de la población y vanagloriarse de ello. Gobernar bien es resolver los conflictos en el marco de la ley, respetando siempre la dignidad de todas las personas, sin excepciones.